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Missatge  Panter 16/10/10, 04:32 am

PARTE IV : UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD
Daniel Goleman
12. EL CRISOL FAMILIAR
Fue una pequeña tragedia familiar. Carl y Ann estaban enseñando a su hija Leslie, de cinco años de edad, a jugar a un nuevo videojuego. Pero, cuando Leslie comenzó a jugar, las ansiosas órdenes de sus padres eran tan contradictorias que más que tratar de «ayudarla» parecían tentativas de dificultar su aprendizaje


—¡A la derecha, a la derecha! ¡Alto! ¡Alto! —gritaba Ann, cada vez más fuerte y ansiosamente.

—¡Fíjate bien! ¿Ves cómo no estás alineada?... ¡Muévete hacia la izquierda! —ordenaba bruscamente su padre Carl.

Mientras tanto Leslie, mordiéndose los labios, permanecía con los ojos completamente fijos en la pantalla, tratando de seguir sus indicaciones.

Entre tanto Ann, con una mirada de franca frustración, seguía exclamando:

—¡Alto! ¡Alto!

Entonces Leslie, incapaz de complacer a ambos a la vez, contrajo la mandíbula y empezó a sollozar. Sus padres, ignorando las lágrimas de Leslie, comenzaron a discutir:

—¿Pero no te das cuenta de que apenas mueve la raqueta? —gritaba Ann, exasperada.

Las lágrimas rodaban por las mejillas de Leslie, pero ni Carl ni Ann parecieron darse cuenta de lo que estaba ocurriendo. Pero cuando Leslie se enjugó los ojos, su padre le espetó:

—¿Por qué quitas la mano del mando? ¿No ves que si lo haces no podrás reaccionar? ¡Ponla de nuevo en su sitio!

—Muy bien. ¡Ahora muévela sólo un poquito! —seguía gritando mientras tanto Ann.

Pero Leslie ya estaba sollozando otra vez, a solas con su angustia.

En momentos así los niños aprenden lecciones muy profundas. Una de las conclusiones que Leslie debió de extraer de aquella dolorosa experiencia fue que sus padres no tenían en cuenta sus sentimientos. Este tipo de situaciones, reiteradas continuamente durante toda la infancia, constituye un verdadero aprendizaje emocional cuyas lecciones pueden llegar a determinar el curso de toda una vida. La vida familiar es la primera escuela de aprendizaje emocional; es el crisol doméstico en el que aprendemos a sentimos a nosotros mismos y en donde aprendemos la forma en que los demás reaccionan ante nuestros sentimientos; ahí es también donde aprendemos a pensar en nuestros sentimientos, en nuestras posibilidades de respuesta y en la forma de interpretar y expresar nuestras esperanzas y nuestros temores.

Este aprendizaje emocional no sólo opera a través de lo que los padres dicen y hacen directamente a sus hijos, sino que también se manifiesta en los modelos que les ofrecen para manejar sus propios sentimientos y en todo lo que ocurre entre marido y mujer. En este sentido, hay padres que son auténticos maestros mientras que otros, por el contrario, son verdaderos desastres.

Hay cientos de estudios que demuestran que la forma en que los padres tratan a sus hijos —ya sea la disciplina más estricta, la comprensión más empática, la indiferencia, la cordialidad, etcétera— tiene consecuencias muy profundas y duraderas sobre la vida emocional del niño, pero, a pesar de ello, sólo hace muy poco tiempo que disponemos de pruebas experimentales incuestionables de que el hecho de tener padres emocionalmente inteligentes supone una enorme ventaja para el niño. Además de esto, la forma en que una pareja maneja sus propios sentimientos constituye también una verdadera enseñanza, porque los niños son muy permeables y captan perfectamente hasta los más sutiles intercambios emocionales entre los miembros de la familia. Cuando el equipo de investigadores dirigidos por Carole Hooven y John Gottman, de la Universidad de Washington, llevó a cabo un microanálisis de la forma en que los padres manejan las interacciones con sus hijos, descubrieron que las parejas emocionalmente más maduras eran también las más competentes para ayudarles a hacer frente a sus altibajos emocionales

En esa investigación se visitaba a las familias cuando uno de sus hijos tenía cinco años de edad y cuando éste alcanzaba los nueve años. Además de observar la forma en que los padres hablaban entre sí, el equipo de investigadores también se dedicó a investigar la forma en que las familias que participaron en el estudio (entre las cuales se hallaba la familia de Leslie) enseñaban a sus hijos a jugar a un nuevo videojuego, una interacción aparentemente inocua pero sumamente reveladora del trasiego emocional entre padres e hijos.

Algunos padres eran como Ann y Carl (autoritarios, impacientes con la inexperiencia de sus hijos y demasiado propensos a elevar el tono de voz ante el menor contratiempo), otras descalificaban rápidamente a sus hijos tildándolos de «estúpidos», convirtiéndoles así en víctimas propiciatorias de la misma tendencia a la irritación e indiferencia que consumía sus matrimonios. Otras, por el contrario, eran pacientes con las equivocaciones de sus hijos y les dejaban jugar a su aire en lugar de imponerles su propia voluntad. De esta manera, la sesión de videojuego se convirtió en un sorprendente termómetro del estilo emocional de los padres.

El estudio demostró que los tres estilos de parentaje emocionalmente más inadecuados eran los siguientes:

Ignorar completamente los sentimientos de sus hijos. Este tipo de padres considera que los problemas emocionales de sus hijos son algo trivial o molesto, algo que no merece la atención y que hay que esperar a que pase. Son padres que desaprovechan la oportunidad que proporcionan las dificultades emocionales para aproximarse a sus hijos y que ignoran también la forma de enseñarles las lecciones fundamentales que pueden aumentar su competencia emocional.
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Missatge  Panter 16/10/10, 04:36 am



•El estilo laissez-faire. Estos padres se dan cuenta de los sentimientos de sus hijos, pero son de la opinión de que cualquier forma de manejar los problemas emocionales es adecuada, incluyendo, por ejemplo, pegarles. Por esto, al igual que ocurre con quienes ignoran los sentimientos de sus hijos, estos padres rara vez intervienen para brindarles una respuesta emocional alternativa. Todos sus intentos se reducen a que su hijo deje de estar triste o enfadado, recurriendo para ello incluso al engaño y al soborno.

Menospreciar y no respetar los sentimientos del niño. Este tipo de padres suelen ser muy desaprobadores y muy duros, tanto en sus críticas como en sus castigos. En este sentido pueden, por ejemplo, llegar a prohibir cualquier manifestación de enojo por parte del niño y ser sumamente severos ante el menor signo de irritabilidad. Éstos son los padres que gritan «¡no me contestes!» al niño que está tratando de explicar su versión de la historia.

Pero, finalmente, también hay padres que aprovechan los problemas emocionales de sus hijos como una oportunidad para desempeñar la función de preceptores o mentores emocionales. Son padres que se toman lo suficientemente en serio los sentimientos de sus hijos como para tratar de comprender exactamente lo que les ha disgustado (« ¿estás enfadado porque Tommy ha herido tus sentimientos?»), y les ayudan a buscar formas alternativas positivas de apaciguarse («¿por qué, en vez de pegarle, no juegas un rato a solas hasta que puedas volver a jugar con él?»).

Pero, para que los padres puedan ser preceptores adecuados, deben tener una mínima comprensión de los rudimentos de la inteligencia emocional. Si tenemos en cuenta que una de las lecciones emocionales fundamentales es la de aprender a diferenciar entre los sentimientos, no nos resultará difícil entender que un padre que se halle completamente desconectado de su propia tristeza mal podrá ayudar a su hijo a comprender la diferencia que existe entre el desconsuelo que acompaña a una pérdida, la pena que nos produce una película triste y el sufrimiento que nos embarga cuando algo malo le ocurre a una persona cercana. Más allá de esta distinción hay otras comprensiones más sutiles como, por ejemplo, la de que el enfado suele ser una respuesta que surge de algún sentimiento herido

En la medida en que un niño asimila las lecciones emocionales concretas que está en condiciones de aprender —y, por cierto, que también necesita—sufre una transformación. Como hemos visto en el capítulo 7, el aprendizaje de la empatía comienza en la temprana infancia y requiere que los padres presten atención a los sentimientos de su bebé. Aunque algunas de las habilidades emocionales terminen de establecerse en las relaciones con los amigos, los padres emocionalmente diestros pueden hacer mucho para que sus hijos asimilen los elementos fundamentales de la inteligencia emocional: aprender a reconocer, canalizar y dominar sus propios sentimientos y empatizar y manejar los sentimientos que aparecen en sus relaciones con los demás.

El impacto en los hijos de los progenitores emocionalmente competentes es ciertamente extraordinario. El equipo de la Universidad de Washington que antes mencionamos descubrió que los hijos de padres emocionalmente diestros —comparados con los hijos de aquéllos otros que tienen un pobre manejo de sus sentimientos— se relacionan mejor, experimentan menos tensiones en la relación con sus padres y también se muestran más afectivos con ellos. Pero, además, estos niños también canalizan mejor sus emociones, saben calmarse más adecuadamente a sí mismos y sufren menos altibajos emocionales que los demás.

Son niños que también están biológicamente más relajados, ya que presentan una tasa menor en sangre de hormonas relacionadas con el estrés y otros indicadores fisiológicos del nivel de activación emocional (una pauta que, como ya hemos visto en el capitulo 11 , en el caso de sostenerse a lo largo de la vida, proporciona una mejor salud física). Otras de las ventajas de este tipo de progenitores son de tipo social, ya que estos niños son más populares, son más queridos por sus compañeros y sus maestros suelen considerarles como socialmente más dotados. Sus padres y profesores también suelen decir que tienen menos problemas de conducta (como, por ejemplo la rudeza o la agresividad). Finalmente, también existen beneficios cognitivos, porque estos niños son más atentos y suelen tener un mejor rendimiento escolar. A igualdad de CI, las puntuaciones en matemáticas y lenguaje al alcanzar el tercer curso de los hijos de padres que habían sido buenos preceptores emocionales, eran más elevadas (un poderoso argumento que parece confirmar la hipótesis de que el aprendizaje de las habilidades emocionales enseña también a vivir). Así pues, las ventajas de disponer de unos padres emocionalmente competentes son extraordinarias en lo que respecta a la totalidad del espectro de la inteligencia emocional.., y también más allá de él.

UNA VENTAJA EMOCIONAL

El aprendizaje de las habilidades emocionales comienza en la misma cuna. El doctor Berry Brazelton, eminente pediatra de Harvard, ha diseñado un test muy sencillo para diagnosticar la actitud básica del bebé hacia la vida. El test consiste en ofrecer dos bloques a un bebé de ocho meses de edad y mostrarle a continuación la forma de unirlos. Según Brazelton, un bebé que tiene una actitud positiva hacia la vida y que tiene confianza en sus propias capacidades, cogerá un bloque, se lo meterá en la boca, lo frotará en su cabeza y finalmente lo arrojará al suelo esperando que alguien lo recoja. Luego completará la tarea requerida, unir los dos bloques.

Después le mirará a usted con unos ojos muy abiertos y expectantes que parecen querer decir: «¡dime lo grande que soy!»

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Missatge  Panter 22/10/10, 08:10 pm

Estos bebés han conseguido de sus padres la necesaria dosis de aprobación y aliento, son niños que confían en superar los pequeños retos que les presenta la vida. En cambio, los bebés que proceden de hogares demasiado fríos, caóticos o descuidados afrontan la misma tarea con una actitud que ya anuncia su expectativa de fracaso. No es que estos bebés no sepan unir los dos bloques, porque lo cierto es que comprenden las instrucciones y tienen la suficiente coordinación como para hacerlo. Pero, según Brazelton, aun en el caso de que lo hagan, su actitud es «desgraciada», una actitud que parece decir: «yo no soy bueno. Mira, he fracasado». Es muy probable que este tipo de niños desarrolle una actitud derrotista ante la vida, sin esperar el aliento ni el interés de sus maestros, sin disfrutar de la escuela y llegando incluso a abandonarla.

Las diferencias entre ambos tipos de actitudes —la de los niños confiados y optimistas frente a la de aquéllos otros que esperan el fracaso— comienzan a formarse en los primeros años de vida. Los padres, dice Brazelton, «deben comprender que sus acciones generan la confianza, la curiosidad, el placer de aprender y el conocimiento de los límites» que ayudan a los niños a triunfar en la vida, una afirmación avalada por la evidencia creciente de que el éxito escolar depende de multitud de factores emocionales que se configuran antes incluso de que el niño inicie el proceso de escolarización. Como ya hemos visto en el capítulo 6, la capacidad de los niños de cuatro años de edad para dominar el impulso de apoderarse de una golosina predijo —catorce años más tarde— una ventajosa diferencia de 210 puntos en las puntuaciones SAT.

Durante esos tempranos años es cuando se asientan los rudimentos de la inteligencia emocional, aunque éstos sigan modelándose durante el período escolar. Y estas capacidades, como hemos visto en el capítulo 6, son el fundamento esencial de todo aprendizaje. Un informe del National Center for Clinical Infant Programs afirma que el éxito escolar no tiene tanto que ver con las acciones del niño o con el desarrollo precoz de su capacidad lectora como con factores emocionales o sociales (por ejemplo, estar seguro e interesado por uno mismo, saber qué clase de conducta se espera de él, cómo refrenar el impulso a portarse mal y expresar sus necesidades manteniendo una buena relación con sus compañeros). Según este mismo informe, la mayor parte de los alumnos que presentan un bajo rendimiento escolar carecen de uno o varios de los rudimentos esenciales de la inteligencia emocional, sin contar con la muy probable presencia de dificultades cognitivas que obstaculizan su aprendizaje, un problema que no deberíamos dejar de lado porque, en algunos estados, uno de cada cinco niños tiene que repetir el primer curso y, a medida que va rezagándose, cada vez se encuentra más desanimado, resentido y traumatizado.

El rendimiento escolar del niño depende del más fundamental de todos los conocimientos, aprender a aprender. Veamos ahora los siete ingredientes clave de esta capacidad fundamental (por cieno, todos ellos relacionados con la inteligencia emocional) enumerados por el mencionado informe:

1. Confianza. La sensación de controlar y dominar el propio cuerpo, la propia conducta y el propio mundo. La sensación de que tiene muchas posibilidades de éxito en lo que emprenda y que los adultos pueden ayudarle en esa tarea.

2. Curiosidad. La sensación de que el hecho de descubrir algo es positivo y placentero.

3. Intencionalidad. El deseo y la capacidad de lograr algo y de actuar en consecuencia. Esta habilidad está ligada a la sensación y a la capacidad de sentirse competente, de ser eficaz.

4. Autocontrol. La capacidad de modular y controlar las propias acciones en una forma apropiada a su edad; la sensación de control interno.

5. Relación. La capacidad de relacionarse con los demás, una capacidad que se basa en el hecho de comprenderles y de ser comprendido por ellos.

6. Capacidad de comunicar. El deseo y la capacidad de intercambiar verbalmente ideas, sentimientos y conceptos con los demás. Esta capacidad exige la confianza en los demás (incluyendo a los adultos) y el placer de relacionarse con ellos.

7. Cooperación. La capacidad de armonizar las propias necesidades con las de los demás en las actividades grupales.
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Missatge  Panter 22/10/10, 08:14 pm




El hecho de que un niño comience el primer día de guardería con estas capacidades ya aprendidas depende mucho de los cuidados que haya recibido de sus padres —y de todos aquellos que, de un modo u otro, hayan actuado a modo de preceptores— proporcionándole así una importante ventaja de partida en el desarrollo de la vida emocional.

LA ASIMILACIÓN DE LOS FUNDAMENTOS DE LA INTELIGENCIA EMOCIONAL

Supongamos que un bebé de dos meses de edad se despierta a las tres de la madrugada y empieza a llorar, Imaginemos también que viene su madre y que, durante la media hora siguiente, el bebé se alimenta felizmente en sus brazos mientras ésta le mira con afecto, mostrándole lo contenta que está de verle aun en medio de la noche. Luego el bebé, satisfecho con el amor de su madre, vuelve a dormirse.

Supongamos ahora que otro bebé, también de dos meses de edad, se despierta llorando a media noche pero que, en este caso recibe la visita de una madre tensa e irritada, una madre que acababa de conciliar difícilmente el sueño tras una pelea con su marido. En el mismo momento en que la madre le coge bruscamente y le dice «¡Cállate! ¡No puedo perder el tiempo contigo! ¡Acabemos cuanto antes!», el bebé comienza a tensarse. Luego, mientras está mamando, su madre le mira con indiferencia sin prestarle la menor atención y, a medida que recuerda la pelea que acaba de tener con su esposo, va inquietándose cada vez más. El bebé, sintiendo su tensión, se contrae y deja de mamar. « ¿Eso era todo lo que querías? —pregunta entonces su madre, arisca— Pues se acabó!» Y, con la misma brusquedad con la que le cogió, le deposita nuevamente en su cuna y se aleja de él, dejándole llorar hasta que finalmente, exhausto, termina durmiéndose.

El informe del National Center for Clinical Infant Programs nos presenta estas dos escenas como ejemplos de dos tipos de interacción que, cuando se repiten una y otra vez, terminan inculcando en el bebé sentimientos muy diferentes sobre si mismo y sobre las personas que le rodean. En el primer caso, el bebé aprende que las personas perciben sus necesidades, las tienen en cuenta e incluso pueden ayudarle a satisfacerlas, mientras que en el segundo, por el contrario, el bebé aprende que nadie cuida realmente de él, que no puede contar con los demás y que todos sus esfuerzos terminarán fracasando. Obviamente, a lo largo de su vida todos los bebés pasan por ambos tipos de situaciones, pero lo cierto es que el predominio de uno u otro varía según los casos. Es así como los padres imparten, de manera consciente o inconsciente, unas lecciones emocionales importantísimas que activan su sensación de seguridad, su sensación de eficacia y su grado de dependencia (un punto al que Erik Erikson denomina «confianza básica» o «desconfianza básica»).

Este aprendizaje emocional se inicia en los primeros momentos de la vida y prosigue a lo largo de toda la infancia. Todos los intercambios que tienen lugar entre padres e hijos acontecen en un contexto emocional y la reiteración de este tipo de mensajes a lo largo de los años acaba determinando el meollo de la actitud y de las capacidades emocionales del niño. Es muy distinto el mensaje que recibe una niña si su madre se muestra claramente interesada cuando le pide que le ayude a resolver un rompecabezas difícil que si recibe un escueto «¡No me molestes! ¡Tengo cosas más importantes que hacer!». Para mejor o para peor, este tipo de intercambios entre padres e hijos son los que terminan modelando las esperanzas emocionales del niño sobre el mundo de las relaciones en particular, y su funcionamiento en todos los dominios de la vida, en general.

Los peligros son todavía mayores para los hijos de padres manifiestamente incompetentes (inmaduros, drogadictos, deprimidos, crónicamente enojados o simplemente sin objetivos vitales y viviendo caóticamente). Es mucho menos probable que este tipo de padres cuide adecuadamente de sus hijos y establezca contacto con las necesidades emocionales de sus bebés. Según muestran los estudios realizados en este sentido, el descuido puede ser más perjudicial que el abuso. Y una investigación realizada con niños maltratados descubrió que éstos lo hacen todo peor (son los más ansiosos, despistados y apáticos —mostrándose alternativamente agresivos y desinteresados— y el porcentaje de repetición del primer curso entre ellos fue del 65%).

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Missatge  Panter 28/10/10, 02:21 am

Durante los tres o cuatro primeros años de vida, el cerebro de los bebés crece hasta los dos tercios de su tamaño maduro y su complejidad se desarrolla a un ritmo que jamás volverá a repetirse. En este período clave, el aprendizaje, especialmente el aprendizaje emocional, tiene lugar más rápidamente que nunca. Es por ello por lo que las lesiones graves que se produzcan durante este período pueden terminar dañando los centros de aprendizaje del cerebro (y, de ese modo, afectar al intelecto). Y aunque, como luego veremos, esto puede remediarse en parte por las experiencias vitales posteriores, el impacto de este aprendizaje temprano es muy profundo. Como resume una investigación realizada a este respecto, las consecuencias de las lecciones emocionales aprendidas durante los primeros cuatro años de vida son extraordinariamente importantes:

A igualdad de otras circunstancias, un niño que no puede centrar su atención, un niño suspicaz en lugar de confiado, un niño triste o enojado en lugar de optimista, destructivo en lugar de respetuoso, un niño que se siente desbordado por la ansiedad, preocupado por fantasías aterradoras e infeliz consigo mismo, tiene muy pocas posibilidades de aprovechar las oportunidades que le ofrezca el mundo.

COMO CRIAR A UN NIÑO AGRESIVO

Los estudios a término lejano tienen mucho que enseñarnos sobre los efectos a largo plazo de unos progenitores emocionalmente inadecuados (especialmente en lo que respecta al papel que desempeñan en la crianza de niños agresivos). Uno de estos estudios, llevado a cabo en el área rural de Nueva York, realizó un seguimiento de 870 niños desde los ocho hasta los treinta años de edad.’ El estudio demostró que cuanto más agresivos son los niños —cuanto más dispuestos a entablar peleas y a recurrir a la fuerza para conseguir lo que desean—, más probable es que terminen expulsados de la escuela y que, a los treinta años de edad, tengan un largo historial de delincuencia. Y estos padres también parecen transmitir a sus hijos la misma predisposición a la violencia, ya que éstos se mostraron tan pendencieros en la escuela como lo habían sido aquéllos.

Veamos ahora la forma en que la agresividad se transmite de generación en generación. Dejando de lado las posibles tendencias heredadas, el hecho es que, cuando estos niños agresivos alcanzan la edad adulta, terminan convirtiendo la vida familiar en una escuela de violencia. Cuando eran niños sufrieron los castigos arbitrarios e implacables de sus padres, y al ser padres repitieron el mismo esquema que habían aprendido en su infancia. Y esto es igualmente aplicable tanto en el caso de que el agresivo sea el padre como en el de que lo sea la madre. Las niñas agresivas llegaron a transformarse en madres tan autoritarias y crueles como ocurría en el caso de los varones. Las madres, en este sentido, castigaban a sus hijos con especial saña, mientras que ellos se despreocupaban de sus hijos y pasaban la mayor parte del tiempo ignorándolos. Al mismo tiempo, estos padres ofrecían a sus hijos un ejemplo vívido de agresividad, un modelo que el niño llevaba consigo a la escuela y al patio de recreo y que ya no abandonaba durante el resto de su vida. Con ello no estamos diciendo que estos padres sean necesariamente malvados, ni tampoco que no deseen lo mejor para sus hijos, sino simplemente que no hacen más que repetir el mismo trato que han recibido de sus propios padres.

Según este modelo, se castiga a los niños de manera arbitraria porque, si sus padres están de mal humor, les castigan severamente pero si, por el contrario, están de buen humor, pueden escapar al castigo en medio del caos. El castigo, pues, en este caso, no parece depender tanto de lo que hace el niño como del estado de ánimo de sus padres, una pauta perfecta para desarrollar el sentimiento de inutilidad e impotencia, puesto que la amenaza puede presentarse en cualquier momento y en cualquier lugar.

Considerar la actitud de estos niños agresivos como el producto de la vida familiar tiene un cierto sentido, aunque lamentablemente no resulta nada fácil de modificar. Lo que resulta más descorazonador es lo temprano que pueden aprenderse estas lecciones y el elevado coste que comportan para la vida emocional del niño.

LA VIOLENCIA: LA EXTINCIÓN DE LA EMPATÍA

En medio del desordenado juego de la guardería, Martin, de dos años y medio de edad, empujó a una niña que entonces rompió a llorar. Martin trató de coger su mano, pero cuando la sollozante niña se negó a dársela, la golpeó en el brazo.

Luego, mientras la niña seguía sollozando, Martin apartó la mirada gritando: « ¡Deja de llorar! ¡Deja de llorar!» en un tono de voz cada vez más alto e irritado. Martin trató entonces nuevamente de golpearla pero, cuando ella le esquivó, le mostró amenazadoramente los dientes, como hacen los perros cuando gruñen. Luego Martin palmeó la espalda de la niña, pero los golpecitos se convirtieron rápidamente en puñetazos mientras la niña seguía gritando.

Esta inquietante forma de relación demuestra que los malos tratos asiduos hacia el niño en función del estado de ánimo del padre, terminan pervirtiendo su tendencia natural a la empatía. La agresiva y brutal respuesta de Martin ante el malestar de su compañera de juegos es típica de aquellos niños que, como él, han sido víctimas de la violencia desde su infancia. Esta respuesta contrasta rotundamente con las súplicas y los intentos habitualmente empáticos (de los que hemos hablado en el capitulo 7) que despliegan los niños en su intento de consolar a un compañero que está sollozando. La violenta respuesta de Martin refleja las lecciones que ha aprendido en su hogar sobre las lágrimas y el sufrimiento: el llanto suele comenzar siendo recibido con un gesto autoritariamente consolador pero, en el caso de que no cese, la progresión va en aumento y pasa por las miradas y los gritos de desaprobación hasta llegar a los puñetazos. Y tal vez lo más inquietante de todo es que, a su edad, Martin ya parecía carecer de la más elemental de las formas que asume la empatía, la tendencia a dejar de agredir a alguien que se encuentra herido, y que, a los dos años y medio de edad, ya mostraba los impulsos morales propios de un sádico cruel.
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Missatge  Panter 28/10/10, 02:26 am

La mezquindad y la falta de empatía de Martin es típica de aquellos niños que, como él, han sido víctimas a esa tierna edad, de los malos tratos físicos y emocionales. Martin fue uno de los nueve niños de uno a tres años maltratados que fueron comparados con otros nueve niños de la guardería procedentes de hogares igualmente empobrecidos y tensos, pero que no habían sufrido malos tratos físicos. Las diferencias que mostraron ambos grupos en respuesta al daño o al malestar de otro fueron muy notables.

Cinco de los nueve niños que no fueron maltratados respondieron a veintitrés incidentes de este tipo con preocupación, tristeza o empatía, pero en los veintisiete casos en los que los niños maltratados podrían haberlo hecho así, ninguno mostró la menor preocupación y, en lugar de ello, respondieron con manifestaciones de miedo, enojo o, como ocurrió en el caso de Martin, con una agresión física directa.

Por ejemplo, una de las niñas maltratadas, hizo un gesto francamente amenazante a otra que estaba comenzando a llorar. Thomas, de un año de edad, otro de los niños maltratados, quedó paralizado por el terror en cuanto escuchó el llanto de otro niño y se sentó completamente inmóvil, con el rostro contraído por el miedo y la tensión, como si temiera que fueran a atacarle en cualquier momento. La respuesta de Kate, otra de las niñas maltratadas de veintiocho meses de edad, fue casi sádica: comenzó a meterse con Joey, un niño más pequeño, le derribó a patadas y, cuando éste se encontraba tumbado y mirándola tiernamente, comenzó a darle palmaditas en la espalda que fueron transformándose en golpes más y más fuertes sin tener en cuenta sus protestas. Luego le dio seis o siete puñetazos más hasta que éste, arrastrándose, logró alejarse.

Estos niños, obviamente, tratan a los demás tal y como ellos mismos han sido tratados. Y la crueldad de los niños maltratados es simplemente una versión extrema de lo que hemos entrevisto en los hijos de padres críticos, amenazantes y violentos (niños que también suelen permanecer indiferentes cuando un compañero llora o se encuentra herido), de modo que se diría que los niños maltratados representan el punto culminante de un continuo de crueldad. Como grupo, estos niños suelen presentar problemas cognitivos en el aprendizaje, ser agresivos e impopulares entre sus compañeros (poco debe sorprendernos, pues, que la dureza con la que la familia trata al niño antes de que éste ingrese en el mundo escolar sea un predictor adecuado de cuál será su futuro), más proclives a la depresión y, cuando adultos, más proclives a tener problemas con la ley y a cometer más delitos violentos. A veces—por no decir casi siempre— esta falta de empatía se transmite de generación en generación, de modo tal que los hijos que fueron maltratados en su infancia por sus propios padres terminan convirtiéndose en padres que maltratan a sus hijos. Esto contrasta drásticamente con la empatía que suelen presentar los hijos de aquellos padres que han sido nutricios, padres que han alentado la preocupación de sus hijos por los demás y que les han hecho comprender lo mal que se puede encontrar otro niño. Y si los niños no reciben este tipo de adiestramiento de la empatía en el seno de la familia, parece que no pueden aprenderlo de otro modo.

Lo que tal vez resulte más inquietante en este sentido es lo pronto que los niños maltratados parecen aprender a comportarse como si fueran versiones en miniatura de su propios padres.

Pero esto no debería sorprendemos si tenemos en cuenta que estos niños recibieron una dosis diaria de esta amarga medicina.

Recordemos que es precisamente en los momentos en que las pasiones se disparan o en medio de una crisis cuando las tendencias mas primitivas de los centros del cerebro límbico desempeñan un papel más preponderante. En tales momentos, los hábitos que haya aprendido el cerebro emocional serán, para mejor o para peor, los que predominarán.

Si nos damos cuenta de la forma en que la crueldad —o el amor— modela el funcionamiento mismo del cerebro, comprenderemos que la infancia constituye una ocasión que no debiéramos desaprovechar para impartir las lecciones emocionales fundamentales. Los niños maltratados han tenido que recibir una lección constante y muy temprana de traumas. Tal vez debiéramos admitir ya que este tipo de traumas constituye un terrible aprendizaje emocional que deja una impronta muy profunda en el cerebro de los niños maltratados, y buscar la forma más adecuada de resolver este problema.

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Missatge  Panter 02/11/10, 02:29 am

Haig de saltar-me aquest capítol pq no hi ha manera de que em surti:

http://www.elmistico.com.ar/Daniel_Goleman/la_inteligencia_emocional/parte4_reeducacion_emocional_­cap13.htm
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Missatge  Panter 02/11/10, 02:42 am

PARTE IV : UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD
Capitulo 14

EL TEMPERAMENTO NO ES EL DESTINO

Daniel Goleman

Hasta ahora hemos estado hablando de la modificación de las pautas de respuesta emocional aprendidas a lo largo de la vida pero ¿qué ocurre con aquellas otras respuestas que dependen de nuestra dotación genética? ¿Cómo transformar las reacciones habituales de aquellas personas que, pongamos por caso, son sumamente inestables o desesperantemente tímidas? [/size]

Nos estamos refiriendo, claro está, a aquellos estratos de la emoción que podríamos calificar bajo el epígrafe del temperamento
, el trasfondo de sentimientos que configura nuestra predisposición básica, el estado de ánimo que caracteriza nuestra vida emocional.

Hasta cierto punto, cada uno de nosotros posee un temperamento innato, se mueve dentro de un espectro concreto de emociones, una característica que forma parte del bagaje con que nos ha dotado la lotería genética y cuyo peso se hace sentir a lo largo de toda la vida. Todo padre sabe que, desde el momento de su nacimiento, un niño es tranquilo y plácido o, en cambio, irritable y difícil. La pregunta que ahora debemos hacernos es sí la experiencia vital puede llegar a transformar este equipaje emocional determinado biológicamente. ¿El sustrato biológico constituye un determinante irrevocable de nuestro destino emocional o, por el contrario, los niños tímidos pueden terminar convirtiéndose en adultos confiados?

La respuesta más clara a esta cuestión nos la proporciona la investigación llevada a cabo por Jerome Kagan, un eminente psicólogo evolutivo de la Universidad de Harvard. Según Kagan existen al menos cuatro temperamentos básicos —tímido, abierto, optimista y melancólico—, correspondientes a cuatro pautas diferentes de actividad cerebral. De hecho, cada ser humano responde con una prontitud, duración e intensidad emocional distinta, y en este sentido es muy probable que existan innumerables diferencias en la dotación temperamental innata, basadas en diferentes tipos constitucionales de actividad neuronal.

La obra de Kagan centra en una de estas pautas el continuo temperamental que va de la apertura a la timidez. Son varias las madres que, a lo largo de los años, han estado llevando a sus niños al Laboratorio para el Desarrollo Infantil, situado en el cuarto piso del William James Hall, de Harvard, para que tomaran parte en la investigación realizada por Kagan sobre el desarrollo infantil. Ahí fue donde Kagan y sus colaboradores observaron experimentalmente por vez primera los signos de timidez que presentaba un grupo de niños de veintiún meses de edad. En aquella investigación Kagan descubrió que algunos niños eran espontáneos, movedizos y jugaban con los demás sin la menor vacilación, mientras que otros, por el contrario, eran inseguros, retraídos, remoloneaban, se aferraban a las faldas de sus madres y se limitaban a observar en silencio el juego de los demás. Unos cuatro años más tarde, cuando los niños estaban ya en la guardería, el equipo de Kagan repitió la observación y descubrió que, en todo aquel tiempo, ninguno de los niños expansivos se había convertido en tímido, pero que dos tercios de éstos, en cambio, seguían siéndolo.

Kagan descubrió que los niños más sensibles y asustadizos —del 15 al 20% de los que, según sus propias palabras, son «conductualmente inhibidos» innatos— se transformaron en adultos tímidos y temerosos. Estos niños son reacios a todo lo que les resulte poco familiar —tanto probar una nueva comida como aproximarse a animales o lugares desconocidos— y tienden a la autocrítica y al sentimiento de culpa. Son niños que se quedan ansiosamente paralizados en las situaciones sociales (ya sea en la clase, en el patio de recreo, en presencia de personas desconocidas o dondequiera, en suma, que se sientan observados), y, cuando alcanzan la madurez, tienden a permanecer aislados y tienen un miedo enfermizo a dar una charla o a acometer cualquier actividad en la que se sientan expuestos a la mirada ajena.

Tom, uno de los niños que participaron en el estudio de Kagan, constituye un verdadero paradigma del tímido. En cada una de las mediciones que se realizaron a lo largo de la infancia —a los dos, a los cinco y a los siete años de edad—, Tom destacó como uno de los niños más tímidos. En la entrevista que tuvo lugar a los trece años de edad, Tom permanecía tenso y rígido, se mordía los labios, retorcía las manos y se mantenía impasible —sólo llegó a esbozar una sonrisa cuando la entrevista versó sobre su amiguita—, sus respuestas eran lacónicas y sus maneras, sumisas. Según dijo, durante todo aquel tiempo había sido muy tímido y sudaba cada vez que tenía que aproximarse a alguno de sus compañeros. También se había sentido perturbado por multitud de miedos (miedo a que su casa se quemase, miedo a lanzarse a la piscina, miedo a estar solo en la oscuridad, etcétera) y se vio asaltado por muchas pesadillas en las que era atacado por monstruos. Es cierto que en los últimos dos años tenía menos vergüenza que antes, pero todavía sufría alguna ansiedad cuando estaba con otros niños, y sus preocupaciones se centraban ahora en el rendimiento escolar, aunque era uno de los alumnos más aventajados. Tom era hijo de un científico y planeaba estudiar ciencias porque la aparente soledad de su desempeño se ajustaba perfectamente a su predisposición introvertida.

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Missatge  Panter 02/11/10, 02:52 am




Ralph, por el contrario, era uno de los niños más abiertos y expansivos, del estudio. Era un niño muy locuaz que siempre estaba relajado; a los trece años permanecía cómodamente sentado, sin mostrar el menor signo de nerviosismo y hablaba con el entrevistador en un tono confiado y cordial, como si fuera uno más de sus compañeros (a pesar de que la diferencia de edad entre ellos fuera de unos veinticinco años). Durante la infancia, sólo había sentido dos miedos pasajeros, uno de ellos a los perros (después de que un gran perro saltara sobre él a la edad de tres años) y el otro a volar (cuando, a los siete años de edad, oyó hablar de un accidente de aviación). Sociable y popular, Ralph nunca se había considerado un niño vergonzoso.

Los niños tímidos parecen venir a la vida con un sistema nervioso que les hace sumamente reactivos a las más leves tensiones y, desde el mismo momento del nacimiento, sus corazones laten más rápidamente que los de los demás en respuesta a situaciones extrañas o insólitas. La frecuencia cardiaca de los niños que, a los veintiún meses, se mostraban más reacios a jugar, era más acelerada que la de los demás. Y es precisamente esa ansiedad y esa hiperexcitabilidad lo que parece subyacer a su timidez, puesto que se enfrentan a cualquier persona o situación desconocida como si se tratara de una amenaza potencial. Y tal vez sea también por ello por lo que las mujeres de mediana edad que recuerdan haber sido especialmente vergonzosas en su infancia tienden a vivir con más miedos, preocupaciones y culpabilidad y a padecer más problemas relacionados con el estrés (dolores de cabeza, colón irritable y otros problemas digestivos) que aquéllas otras que durante la infancia eran más abiertas y expresivas:

LA NEUROQUIMICA DE LA TIMIDEZ

En opinión de Kagan, la diferencia existente entre el cauteloso Tom y el expansivo Ralph se origina en la excitabilidad de un circuito nervioso centrado en la amígdala. Según Kagan, la gente proclive, como Tom, a la timidez, tiene una predisposición neuroquimica innata a la hiperexcitabilidad de ese circuito y éste es el motivo por el cual evitan las situaciones desconocidas, huyen de la incertidumbre y sufren de ansiedad. Por el contrario, quienes, como Ralph, tienen un sistema nervioso calibrado a un umbral superior de activación de la amígdala, son menos temerosos, más expansivos y más dispuestos a explorar lugares desconocidos y conocer a nuevas personas.

Uno de los indicadores más tempranos de este patrón nervioso heredado es lo difícil e irritable que es el niño o lo tenso que se pone cada vez que debe enfrentarse a algo o alguien desconocido. El hecho es que uno de cada cinco niños recién nacidos cae en la categoría de los tímidos y que dos de cada cinco lo hacen en la categoría de los abiertos.

Gran parte de los datos presentados por Kagan proceden de observaciones realizadas con gatos, que son animales extraordinariamente tímidos. Uno de cada siete gatos caseros presenta una pauta de timidez parecida a la de los niños vergonzosos; son gatos que, en lugar de exhibir la legendaria curiosidad felina, huyen de las novedades, son reacios a explorar nuevos territorios y son tan retraídos que sólo atacan a los roedores pequeños (mientras que sus congéneres más animosos no dudan en perseguir a roedores mayores). Las investigaciones realizadas directamente en el cerebro de los gatos tímidos muestran una amígdala más excitable de lo normal, especialmente cuando, por ejemplo, oyen el maullido amenazador de otro gato.

En el caso de los gatos, la timidez aparece alrededor del primer mes de vida, que es el momento en el que la amígdala se encuentra suficientemente madura para asumir el control de los circuitos nerviosos cerebrales encargados de las respuestas de aproximación o huida. Un mes en el cerebro de un gatito es equiparable a ocho meses en el cerebro humano, el periodo en el que, según Kagan, aparece el miedo a lo «desconocido» en los bebés (es precisamente durante este período, si la madre abandona la habitación y deja al niño en presencia de un extraño, el niño rompe a llorar). Tal vez —postula Kagan— los niños tímidos hereden un porcentaje crónicamente elevado de noradrenalina o de algún otro neurotransmisor cerebral que estimule la amígdala y así rebaje el umbral de excitabilidad que facilite la activación de la amígdala.

Uno de los síntomas de esta exacerbación de la sensibilidad es que ante situaciones de estrés (como, por ejemplo, olores desagradables) los chicos y chicas que vivieron una infancia tímida muestran una frecuencia cardiaca mucho más elevada que la de sus compañeros, un síntoma que sugiere que la noradrenalina está activando su amígdala y todo su sistema nervioso simpático. Kagan descubrió que los niños tímidos presentan una reactividad mayor en todas las manifestaciones del sistema nervioso simpático, desde la presión sanguínea hasta la dilatación de las pupilas y los niveles de marcadores de noradrenalina en su orina.

El silencio es también otro termómetro de la timidez. Dondequiera que el equipo de Kagan observara niños tímidos y niños abiertos en un entorno natural —ya fuera en el jardín de infancia, con niños desconocidos o charlando con el entrevistador—, los niños tímidos hablaban menos. Un niño tímido de esta edad no suele responder cuando le hablan, y pasa mucho más tiempo mirando cómo juegan los demás. En opinión de Kagan, el silencio vergonzoso frente a una situación insólita o frente a lo que percibe como una amenaza constituye un signo de la actividad de los circuitos nerviosos que conectan la zona frontal, la amígdala y las estructuras límbicas próximas que controlan la capacidad de vocalizar (los mismos circuitos que nos hacen «colapsamos» en situaciones de estrés).

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Missatge  Panter 06/11/10, 03:48 pm

Estos niños hipersensibles corren un gran riesgo de desarrollar trastornos de ansiedad —como, por ejemplo, ataques de pánico— en una época tan temprana como el sexto o séptimo curso. En un estudio llevado a cabo sobre 754 chicos y chicas de estas edades se descubrió que 44 de ellos ya habían sufrido al menos un ataque de pánico o habían experimentado síntomas similares con anterioridad. Normalmente, estos episodios de ansiedad fueron desencadenados por las situaciones conflictivas propias de la temprana adolescencia -como una primera cita o un examen importante, por ejemplo-, situaciones que la mayoría de los niños aprende a manejar sin llegar a desarrollar problemas más serios. Pero los adolescentes temperamentalmente tímidos y normalmente temerosos de las situaciones desconocidas presentaban los síntomas típicos del pánico (palpitaciones cardíacas, insuficiencia respiratoria o una sensación de angustia) junto al sentimiento de que algo terrible estaba a punto de ocurrirles (como, por ejemplo, volverse locos o morir). Los investigadores creen que, aunque los episodios no eran lo bastante significativos como para merecer el diagnóstico psiquiátrico de «crisis de pánico», estos adolescentes corren un grave riesgo de desarrollar este tipo de problemas; de hecho, muchos de los adultos que sufren de ataques de pánico afirman que éstos comenzaron en su pubertad. El punto de partida de los ataques de ansiedad está estrechamente ligado a la pubertad. Las chicas que manifiestan pocos signos de pubertad no suelen presentar tales ataques pero un 8% aproximadamente de las que atraviesan la pubertad afirman haber experimentado ataques de pánico que suelen terminar conduciéndolas a una contracción crónica ante la vida.

NADA ME PREOCUPA: EL TEMPERAMENTO ALEGRE

En los años veinte, mi joven tía June abandonó su hogar de Kansas City y se aventuró a viajar sola a Shanghai, un viaje realmente peligroso en aquellos tiempos para una mujer. En ese centro internacional del comercio y de la intriga, mi tía conoció a un funcionario británico de la policía colonial que terminaría convirtiéndose en su marido. Cuando, a comienzos de la II Guerra Mundial, los japoneses ocuparon Shanghai, mis tíos fueron internados en el campo de concentración sobre el que versa la película El imperio del sol. Después de sobrevivir a los terribles años pasados en el campo de prisioneros, mis tíos lo habían perdido prácticamente todo y fueron repatriados a la Columbia Británica.

Todavía recuerdo el primer encuentro que tuve con mi tía June, una mujer anciana y vital cuya vida había seguido un curso extraordinario. En sus últimos años sufrió un ataque de apoplejía que la mantenía parcialmente paralizada pero, tras un lento y arduo proceso de rehabilitación, pudo volver a caminar renqueando. Recuerdo que uno de aquellos días me hallaba paseando con ella —ya en sus setenta años— cuando se rezagó y al cabo de unos instantes oí su débil grito pidiendo ayuda. Mi tía se había caído y no podía ponerse en pie. Yo me precipité a ayudarla y cuando lo hice, en lugar de lamentarse, se rió de sus apuros y su único comentario fue un despreocupado «bueno, al menos puedo caminar de nuevo»

Hay personas, como mi tía, cuyas emociones parecen gravitar de forma natural en torno al polo positivo; son personas naturalmente optimistas y despreocupadas. Hay otras, en cambio, que son malhumoradas y melancólicas. Esta dimensión del temperamento —entusiasta en un extremo y melancólico en el otro— parece estar ligada a la actividad relativa de las áreas prefrontales derecha e izquierda, los polos superiores del cerebro emocional.

Esta es, al menos, la conclusión fundamental de la investigación realizada por Richard Davidson, un psicólogo de la Universidad de Wisconsin que descubrió que las personas que tienen una actividad predominantemente más intensa en el lóbulo frontal izquierdo son temperamentalmente alegres, disfrutan del contacto con las personas y las situaciones que la vida les depara y se recuperan prontamente de los contratiempos (como ocurría en el caso de mi tía June).

En cambio, aquellos otros cuya actividad preponderante radica en el lóbulo prefrontal derecho son proclives a la negatividad y a los estados de ánimo agrios, y se desconciertan con más facilidad ante los contratiempos. Parece, pues, como si fueran incapaces de desconectarse de sus preocupaciones y de sus depresiones.

En uno de los experimentos típicos realizados por Davidson, se comparó a una serie de voluntarios que presentaban una actividad prefrontal preponderantemente izquierda con otros quince sujetos que mostraban una mayor actividad en el lado derecho.

Aquéllos con una marcada actividad frontal derecha presentaban una pauta característica de negatividad en un test de personalidad, se asemejaban al personaje caricaturizado por las películas de Woody Alíen, el tipo neurasténico que ve catástrofes hasta en las cosas más nimias, el sujeto propenso a asustarse y a enfadarse, suspicaz ante un mundo preñado de abrumadoras dificultades y de peligros ocultos. Por su parte, aquéllos en quienes predominaba la actividad prefrontal izquierda veían el mundo de un modo muy diferente a como lo hacían los melancólicos. Eran sociables y alegres, tenían una gran confianza en sí mismos y se sentían provechosamente comprometidos con la vida. Sus puntuaciones en los tests psicológicos sugerían un menor peligro de caer en la depresión o sufrir otra clase de trastornos emocionales. Davidson también descubrió que, a diferencia de lo que ocurre con quienes nunca han estado deprimidos, las personas que tienen un historial de depresión clínica presentan un menor nivel de actividad cerebral en el lóbulo frontal izquierdo y, por el contrario, una mayor activación en el lado derecho, un patrón que también se presentaba en aquellos pacientes a quienes se diagnosticaba una depresión por vez primera. A partir de esos datos —que, por cierto, todavía requieren de una adecuada verificación experimental— Davidson formuló la hipótesis de que las personas que han superado una depresión aprenden a intensificar el nivel de actividad de su lóbulo prefrontal izquierdo.
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Missatge  Panter 06/11/10, 03:51 pm




Aunque esta investigación se haya realizado sobre el 30% aproximado de personas que se sitúan en ambos extremos de esta dimensión, casi todo el mundo —dice Davidson— puede ser clasificado, en función de sus pautas de ondas cerebrales, como tendiendo hacia uno u otro de ambos tipos, puesto que el contraste temperamental existente entre el tipo arisco y el tipo alegre se manifiesta de muchos modos diferentes. Por ejemplo, en un determinado experimento, un grupo de voluntarios contemplaba varios cortometrajes. Algunos de ellos eran divertidos —como el baño de un gorila o los juegos de un cachorrillo, por ejemplo— mientras que otros, por el contrario -como una película en la que se instruía a las enfermeras sobre los desagradables pormenores característicos de la Cirugía—, eran sumamente ingratos. Los sujetos que habían sido adscritos al tipo hemisferio derecho consideraron que las películas divertidas no lo eran tanto, pero mostraron un disgusto y un desasosiego manifiesto en reacción a la sangre y al bisturí. El grupo alegre, por su parte, apenas si reaccionó ante la película médica, pero si que lo hizo ante las películas divertidas.

Así pues, parece como si el temperamento nos predispusiera para reaccionar ante la vida con un registro emocional positivo o negativo. Al igual que ocurría con la dimensión timidez-apertura, la tendencia hacia el temperamento melancólico u optimista aparece también durante el primer año de vida, hecho que apoya fuertemente la hipótesis de que el temperamento es un dato genéticamente determinado. Como sucede con la mayor parte del cerebro, durante los primeros meses de vida, los lóbulos frontales todavía están madurando y su actividad no puede valorarse de un modo fiable hasta los diez meses de edad aproximadamente. Pero, en niños de esa edad, Davidson encontró que el nivel de activación relativa de los lóbulos prefrontales predecía, con una correlación de casi el 100%, si los niños llorarían cuando su madre abandonara la habitación De las muchas decenas de niños valorados de este modo, todos los que lloraron mostraron una preponderancia de la actividad cerebral del lóbulo derecho, mientras que en aquéllos que no lo hicieron ocurría exactamente lo contrario.

Hay que añadir, por último, que, aun en el caso de que esta dimensión temperamental se establezca desde el momento del nacimiento —o en algún momento muy próximo a él—, quienes manifiesten una pauta arisca no están necesariamente condenados a pasar la vida encerrados en su habitación haciendo calceta. De hecho, las lecciones emocionales que recibimos en la infancia pueden tener un impacto muy profundo sobre el temperamento, ya sea amplificando o enmudeciendo una determinada predisposición genética. La gran plasticidad del cerebro infantil determina que las experiencias que acontezcan en estos momentos tempranos tengan un impacto duradero a la hora de modelar los caminos neuronales por los que discurrirá el resto de nuestra vida. Tal vez la mejor ilustración del tipo de experiencias que pueden modificar positivamente el temperamento sea la que nos proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan con niños tímidos.

DOMESTICAR A LA HIPEREXCITABLE AMÍGDALA

Las alentadoras novedades que nos proporciona la investigación llevada a cabo por Kagan es que no todos los miedos de la infancia siguen desarrollándose durante toda la vida, es decir, que el temperamento no es el destino y que las experiencias adecuadas pueden reeducar la hiperexcitabilidad de la amígdala. Lo que determina la diferencia son las lecciones emocionales y las respuestas que los niños aprenden durante su proceso de crecimiento. Lo que cuenta al comienzo para el niño tímido es cómo le tratan sus padres, y es así como aprenden a superar su timidez natural. Los padres que planifican experiencias gradualmente alentadoras para sus hijos les brindan la posibilidad de superar para siempre sus temores.

Uno de cada tres niños que llega al mundo con todos los síntomas de una amígdala hiperexcitable termina perdiendo la timidez cuando entra en la guardería. De la observación de estos niños, previamente temerosos, queda claro que los padres —y especialmente las madres— desempeñan un papel importantísimo en el hecho de que un niño innatamente tímido se fortalezca con el correr de los años o siga huyendo de lo desconocido y se llene de inquietud ante cualquier dificultad. La investigación realizada por el equipo de Kagan descubrió que algunas madres creen que deben proteger a sus hijos tímidos de toda perturbación; otras, en cambio, consideran que es más importante apoyarles para que ellos mismos aprendan a afrontar estos momentos y acostumbrarles así a los pequeños contratiempos de la vida. La sobreprotección, pues, parece alentar el temor privando a los más jóvenes de la oportunidad de aprender a superar sus miedos, mientras que, en cambio, la filosofía de «aprender a adaptarse» parece contribuir a que los niños más temerosos desarrollen su valor.

Las observaciones realizadas en el hogar demostraron que, a los seis meses de edad, las madres protectoras que trataban de consolar a sus hijos, les cogían y les mantenían en sus brazos cuando estaban agitados o lloraban, y lo hacían más que aquéllas otras que trataban de ayudar a que sus hijos aprendieran a dominar por si mismos estos momentos de desasosiego. La proporción entre las veces en que eran cogidos por sus madres cuando estaban tranquilos y cuando estaban inquietos demostró que las madres protectoras sostenían a sus hijos en brazos mucho más durante los momentos de inquietud que durante los de calma.

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Missatge  Panter 10/11/10, 02:10 am

Al año de edad, la investigación demostró la existencia de otra marcada diferencia. Las madres protectoras se mostraban más indulgentes y ambiguas a la hora de poner límites a sus hijos cuando éstos estaban haciendo algo que podía resultar peligroso como, por ejemplo, meterse en la boca un objeto que pudieran tragarse. Las otras madres, por el contrario, eran empáticas, insistían en la obediencia, imponían límites claros y daban órdenes directas que bloqueaban las acciones del niño.

¿Pero cómo la firmeza de una madre puede conducir a una disminución de la timidez? En opinión de Kagan, cuando un niño se arrastra decididamente hacia algo que le parece atractivo y su madre le interrumpe con un contundente «¡apártate de eso!» se produce un aprendizaje en el que el niño se ve obligado a hacer frente a una leve sensación de incertidumbre. La repetición de esta situación centenares de veces durante el primer año de vida proporciona al niño una serie de ensayos en pequeña escala que le ayudan a aprender a afrontar lo inesperado. Esta es, precisamente, la clase de encuentro que debe aprender a controlar el niño tímido, y la forma más adecuada de hacerlo es en pequeñas dosis. Si los padres se muestran amorosos pero no cogen en brazos al niño y le consuelan ante cada pequeño contratiempo, éste terminará aprendiendo por si mismo a controlar estas situaciones. A los dos años de edad, cuando volvían a llevar los niños temerosos al laboratorio de Kagan, se mostraron mucho menos propensos a llorar ante el gesto serio de un extraño o cuando un experimentador les ponía un esfigmomanómetro en el brazo para medir su tensión sanguínea.

La conclusión de Kagan fue la siguiente: «parece que las madres que protegen a sus hijos muy reactivos contra la frustración y la ansiedad, esperando ayudar así a la superación de este problema, aumentan la incertidumbre del niño y terminan provocando el efecto contrario» En otras palabras, parece que la estrategia protectora priva a los niños de la oportunidad de aprender a calmarse a si mismos frente a lo desconocido y así poder superar un poco más sus miedos. A nivel neurológico, esto significa que los circuitos prefrontales pierden la oportunidad de aprender respuestas alternativas ante el miedo reflejo y, en su lugar, la repetición simplemente fortalece la tendencia a la timidez.

Por el contrario, según me dijo Kagan: «Aquéllos niños que habían logrado vencer su timidez en la guardería tenían padres que ejercían una leve presión para que fueran más sociables. Aunque este rasgo temperamental parezca más difícil de cambiar que otros —probablemente a causa de sus fundamentos fisiológicos— no existe ninguna cualidad humana que sea inmutable».

A lo largo de la infancia algunos niños tímidos se van abriendo en la medida en que la experiencia va moldeando su sistema nervioso. La presencia de un alto nivel de competencia social (la cooperación, el buen trato con los demás niños, la empatía, la predisposición a dar y compartir, la consideración y la capacidad de desarrollar amistades íntimas) constituye uno de los predictores de que un niño tímido terminará superando esta inhibición natural. Estos eran los rasgos característicos de un grupo de niños que, a la edad de cuatro años, habían sido identificados como tímidos y que cambiaron a eso de los diez años de edad. Por el contrario, aquellos otros niños tímidos cuyo temperamento no sufrió ningún cambio perceptible a los diez años de edad, eran menos diestros emocionalmente (lloraban, se alejaban cuando debían enfrentarse a alguna situación problemática, se mostraban emocional mente torpes, eran miedosos, ariscos, solían irritarse ante la menor frustración, tenían dificultades para demorar la gratificación, eran muy suspicaces a las criticas y eran desconfiados). Estas lagunas emocionales constituyen serios obstáculos en su relación con los demás niños, a quienes ponen en situación de tener que acercarse a ellos.

No es difícil advertir el motivo por el cual los niños emocionalmente más competentes tienden a superar espontáneamente su timidez (aunque sean temperamentalmente vergonzosos) puesto que su destreza social les abre un abanico más amplio de experiencias positivas con los demás. Son niños que, una vez que rompen el hielo que supone, por ejemplo, dirigirse a un nuevo compañero son socialmente brillantes. La repetición de esta situación a lo largo de los años tiende naturalmente a convertirles en personas mucho más seguras de sí mismas.

Estos avances hacia la apertura resultan muy alentadores porque sugieren que, en cierto modo, hasta las mismas pautas emocionales innatas pueden cambiar. Un niño que nace temeroso puede aprender a tranquilizarse o incluso a abrirse a lo desconocido. La timidez —o cualquier otro rasgo temperamental— forma parte de nuestro bagaje biológico, pero eso no significa que nos hallemos inexorablemente condicionados por los rasgos emocionales heredados. Así pues, aun dentro de las limitaciones genéticas disponemos de la posibilidad de cambiar. Como observan los estudiosos de la genética de la conducta, nuestro comportamiento no sólo está determinado genéticamente sino que el ambiente —especialmente la experiencia y el aprendizaje— configura la forma en que una predisposición temperamental se manifiesta a lo largo de la vida. La capacidad emocional, pues, no constituye un dato inmutable puesto que, con el aprendizaje adecuado, puede modificarse. Las razones que explican este hecho hay que buscarlas en el modo en que madura el cerebro humano
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Missatge  Panter 10/11/10, 02:13 am

LA INFANCIA: UNA PUERTA ABIERTA A LA OPORTUNIDAD

En el momento del nacimiento, el cerebro del ser humano no está completamente formado sino que sigue desarrollándose y es en la temprana infancia cuando este proceso de crecimiento es más intenso. El niño nace con muchas más neuronas de las que poseerá en su madurez y, a lo largo de un proceso conocido con el nombre de «podado», el cerebro va perdiendo las conexiones neuronales menos frecuentadas y fortaleciendo aquellos circuitos sinápticos más utilizados. De este modo, el «podado», al eliminar las sinapsis menos utilizadas, mejora la relación señal/ruido del cerebro extirpando la causa misma del «ruido». Este proceso es constante y rápido, ya que las conexiones sinápticas pueden establecerse en cuestión de días o incluso de horas. La experiencia, especialmente durante la infancia, va esculpiendo nuestro cerebro

La demostración clásica del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro la proporcionaron los premios Nobel Thorsten Wiesel y David Hubel, neurocientíficos, que demostraron la existencia de un período critico, durante los primeros meses de vida de los gatos y de los monos, en el desarrollo de las sinapsis que portan las señales procedentes del ojo hasta el córtex visual, en donde son interpretadas. Si durante este período se mantiene, por ejemplo, un ojo cerrado, el número de sinapsis que conectan ese ojo con el córtex visual disminuye, mientras que las del ojo abierto se multiplican. Cuando, tras este periodo crítico, se destapa este ojo, el animal permanece funcionalmente ciego de este ojo, una ceguera que no se debe a ningún defecto anatómico sino que está relacionada con el pequeño número de sinapsis que conectan el ojo con el córtex visual.

En el caso de los seres humanos, el correspondiente período crítico para el desarrollo de la visión se prolonga durante los seis primeros años de vida. Durante este tiempo, la visión normal estimula la formación de conexiones neuronales cada vez más complejas entre el ojo y el córtex visual. El hecho de mantener cerrado un ojo durante este período unas pocas semanas puede terminar produciendo un déficit mensurable en la capacidad visual de este ojo. Los niños que, por las razones que fuere, han permanecido con un ojo cerrado durante varios meses durante este período, muestran una clara pérdida en la percepción visual de los detalles.

Una vívida demostración del impacto de la experiencia sobre el desarrollo del cerebro procede de estudios realizados sobre ratas «ricas» y ratas «pobres».” Las ratas «ricas» vivían en pequeños grupos en jaulas llenas de entretenimientos para ratas (como, por ejemplo, escaleras y norias), mientras que las ratas «pobres» estaban en jaulas similares pero carentes de toda diversión. Al cabo de varios meses, el neocórtex de las ratas ricas desarrolló redes neuronales mucho más complejas, mientras que el número de conexiones sinápticas establecidas por las ratas pobres era comparativamente mucho menor. La diferencia era tan notable que los cerebros de las ratas ricas llegaron a ser mucho más pesados y no debería sorprendernos que se mostraran mucho más diestras que las ratas pobres en encontrar la salida de los laberintos con los que se trataba de determinar su inteligencia. Similares experimentos realizados con monos mostraron las mismas diferencias entre una experiencia «rica» y «pobre» y cabe esperar el mismo resultado en el caso de los seres humanos.

La psicoterapia, es decir, el reaprendizaje emocional sistemático, constituye un ejemplo palpable de la forma en que la experiencia puede cambiar las pautas emocionales y remodelar nuestro cerebro. La demostración más clara de este hecho nos lo proporciona una investigación realizada con personas que estaban siendo tratadas de desórdenes obsesivo-compulsivos. Una de las compulsiones más comunes es la de lavarse las manos, un acto que puede llegar a repetirse tantas veces al día que la piel de la persona termina agrietándose. Los estudios realizados con escáneres TEP [tomografía de emisión de positronesj han demostrado que la actividad de los lóbulos prefrontales de los obsesivo—compulsivos es muy superior a la normal. La mitad de los pacientes del estudio recibieron el mismo tratamiento farmacológico normal, fluoxetina (más conocido por su nombre comercial, Prozac) y la otra mitad recibieron terapia de conducta. Durante el proceso terapéutico, los sujetos fueron sistemáticamente expuestos al objeto de su obsesión o compulsión sin que pudieran llevar a cabo su ritual (así, por ejemplo, a los pacientes que se lavaban las manos compulsivamente se les colocaba en un lugar sucio sin que tuvieran la posibilidad de lavarse).

Al mismo tiempo se les enseñaba a cuestionar los miedos y las amenazas que les apremiaban (por ejemplo, que el hecho de no lavarse les llevaría a contraer una enfermedad y a morir). Tras varios meses de estas sesiones, las compulsiones fueron desapareciendo gradualmente al igual que lo hicieron en el caso de aquellos otros pacientes a quienes se les había administrado medicación.

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Missatge  Panter 12/11/10, 04:38 am

Pero el hallazgo más notable fue un escáner TEP que mostraba que la actividad de una región clave del cerebro emocional de los pacientes sometidos a terapia de modificación de conducta —el núcleo caudado— descendió de un modo tan significativo como ocurrió en el caso de aquellos otros tratados eficazmente con fluoxetina. ¡Su experiencia había llegado a modificar su funcionamiento cerebral —y les había liberado de los síntomas— tan eficazmente como la medicación!

MOMENTOS CLAVE

El cerebro del ser humano necesita mucho más tiempo que el de cualquier otra especie para llegar a madurar completamente.

Cada región del cerebro se desarrolla a una velocidad diferente a lo largo de la infancia, y el comienzo de la pubertad jalona uno de los períodos más críticos del proceso de «podado» cerebral. Algunas de las regiones cerebrales que maduran más lentamente son esenciales para la vida emocional. Mientras que las áreas sensoriales maduran durante la temprana infancia y el sistema limbico lo hace en la pubertad, los lóbulos frontales —sede del autocontrol emocional, de la comprensión emocional y de la respuesta emocional adecuada— siguen desarrollándose posteriormente durante la tardía adolescencia hasta algún momento entre los dieciséis y los dieciocho años de edad.

Los hábitos de control emocional que se repiten una y otra vez a lo largo de toda la infancia y la pubertad van modelando las conexiones sinápticas. De este modo, la infancia constituye una oportunidad crucial para modelar las tendencias emocionales que el sujeto mostrará durante el resto de su vida, y los hábitos adquiridos en esta época terminan grabándose tan profundamente en el entramado sináptico básico de la arquitectura neuronal, que después son muy difíciles de modificar. Dada la importancia de los lóbulos prefrontales en el control de la emoción, la misma oportunidad que permite el modelado sináptico de esta región cerebral implica que las experiencias del niño también pueden terminar modelando conexiones duraderas en los circuitos reguladores del cerebro emocional. Como ya hemos visto, la sensibilidad de los padres a las necesidades de sus hijos, las ocasiones y la guía con que cuentan éstos para aprender a controlar sus propios impulsos y el ejercicio de la empatía constituyen elementos fundamentales del desarrollo emocional. Por el mismo motivo, el descuido, el abuso, la falta de sintonía, la brutalidad y la indiferencia pueden dejar su negativa impronta profundamente grabada en los circuitos nerviosos de la emoción.

Una de las lecciones emocionales más fundamentales, aprendida en la más temprana infancia y perfeccionada a lo largo del resto de la niñez, tiene que ver con la forma de consolarse cuando uno está afligido. En el caso de los niños muy pequeños, el consuelo procede de sus cuidadores: una madre escucha el llanto de su hijo, le coge, le sostiene en sus brazos y le mece hasta que se tranquiliza. En opinión de algunos teóricos, esta conexión biológica enseña al niño la forma de hacer esto consigo mismo. Entre los diez y los dieciocho meses existe un período crítico durante el cual se establecen unas conexiones entre la región orbitofrontal del córtex prefrontal y el cerebro límbico que constituyen una especie de interruptor de la ansiedad. Los investigadores sostienen que los niños que han experimentado suficientes episodios de consuelo durante este periodo disponen de una conexión limbico-orbitofrontal más sólida que les ayuda a controlar la ansiedad y a tranquilizarse a sí mismos durante el resto de su vida.

A decir verdad, el arte de tranquilizarse a su mismo se aprende a lo largo de los años y recurriendo a medios distintos a medida que la maduración del cerebro le proporciona herramientas emocionales cada vez más sofisticadas. Recordemos que los lóbulos frontales, tan importantes para la regulación de los impulsos limbicos, maduran durante la adolescencia. Otro circuito clave que sigue modelándose a lo largo de toda la infancia se centra en el nervio vago, entre cuyas muchas funciones se cuenta la regulación de la actividad cardiaca y el control de las señales que llegan a la amígdala procedentes de las glándulas suprarrenales, estimulándola a secretar catecolaminas, activadoras de la respuesta de lucha-o-huida. Un equipo de la Universidad de Washington que evaluó la influencia de los diferentes estilos de crianza descubrió que el trato con unos padres emocionalmente adecuados mejora el funcionamiento del nervio vago.

En opinión de John Gottman, quien realizó esta investigación: «los padres modifican el tono vagal de sus hijos —una medida del nivel de activación del nervio vago— mediante el adiestramiento emocional que les proporcionan (hablar sobre los sentimientos y sobre cómo comprenderlos, no ser excesivamente críticos ni reprobadores, tratar de encontrar soluciones a los problemas emocionales y enseñarles a recurrir a alternativas distintas a la pelea y el encierro en sí mismos cuando están enojados o tristes)».

Cuando esta actividad se realiza adecuadamente, los niños están en mejores condiciones para controlar la actividad vagal que mantiene a la amígdala dispuesta a activar al cuerpo con hormonas de lucha o huida, mejorando así su conducta.

Así pues, cada una de las habilidades clave de la inteligencia emocional cuenta con un periodo crítico de desarrollo que perdura durante toda la infancia y que proporciona una oportunidad preciosa para inculcar en el niño hábitos emocionales constructivos o, en caso contrario, dificultar la corrección posterior de las posibles carencias. El proceso de modelado y «podado» de los circuitos neuronales que tiene lugar durante la infancia podría explicar los efectos decisivos y duraderos de los traumas emocionales infantiles, la necesidad de un largo proceso psicoterapéutico para llegar a incidir sobre estas pautas y también, como ya hemos visto, la persistencia latente de esos patrones a pesar de las nuevas comprensiones y respuestas aprendidas durante la terapia.
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Missatge  Panter 12/11/10, 04:42 am

A decir verdad, la plasticidad del cerebro perdura durante toda la vida, aunque no ciertamente del mismo modo que en la infancia. Todo aprendizaje implica un cambio cerebral, un fortalecimiento de las conexiones sinápticas. Los cambios cerebrales observados en los pacientes con desórdenes obsesivo-compulsivos demuestran que el esfuerzo sostenido en cualquier momento de la vida puede llegar a transformar —incluso a nivel neuronal— los hábitos emocionales. Para mejor o para peor, lo que ocurre con el cerebro en los casos de trastorno de estrés postraumático (o también, por cierto, en el caso de la terapia) es similar al efecto de todo tipo de experiencias emocionales repetidas o intensas.

En este sentido, las lecciones emocionales más importantes son las que los padres dan a sus hijos. Existe una gran diferencia entre los hábitos emocionales inculcados por padres que están profundamente conectados con las necesidades emocionales de sus hijos y que proporcionan una educación empática, y aquellos otros proporcionados por padres que, por el contrario, se hallan tan absortos en si mismos que ignoran la ansiedad de sus hijos o que simplemente se limitan a gritar y a golpearles caprichosamente. En cierto sentido, la psicoterapia constituye un intento de enmendar lo que se torció o quedó completamente soslayado durante los primeros años de la vida. Pero ¿qué es lo que nos impide proporcionar al niño el cuidado y la orientación necesarios para cultivar esas habilidades emocionales fundamentales?.

seguirá...
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Missatge  Panter 19/11/10, 02:51 am

PARTE V : LA ALFABETIZACIÓN EMOCIONAL

Capitulo 15
EL COSTE DEL ANALFABETISMO EMOCIONAL

Daniel Goleman

Todo empezó como un pequeño altercado que fue adquiriendo tintes cada vez más dramáticos. Ian Moore y Tyrone Sinkler, alumnos del Instituto Jefferson, de Brooklyn, se enzarzaron en una disputa con Khalil Sumpter, de quince años, a quien habían estado acosando y amenazando hasta que la situación se les escapó de las manos.


Un buen día, Khalil, temeroso de que Ian y Tyrone fueran a propinarle una paliza, cogió una pistola de calibre 38 y. en la entrada del instituto, a pocos metros del vigilante, les disparó a quemarropa, acabando con su vida.


Deberíamos interpretar este incidente como un signo más de la urgente necesidad de aprender a dominar nuestras emociones, a dirimir pacíficamente nuestras disputas y a establecer, en suma, mejores relaciones con nuestros semejantes. Durante mucho tiempo, los educadores han estado preocupados por las deficientes calificaciones de los escolares en matemáticas y lenguaje, pero ahora están comenzando a darse cuenta de que existe una carencia mucho más apremiante, el analfabetismo emocional.

No obstante, aunque siguen haciéndose notables esfuerzos para mejorar el rendimiento académico de los estudiantes, no parece hacerse gran cosa para solventar esta nueva y alarmante deficiencia. En palabras de un profesor de Brooklyn: «parece como si nos interesara mucho más su rendimiento escolar en lectura y escritura que si seguirán con vida la próxima semana».

Sin embargo, los incidentes violentos como el protagonizado por Jan y Tyrone son, por desgracia, cada vez más frecuentes en las escuelas de nuestro país. No se trata, pues, de un incidente aislado, puesto que las estadísticas muestran un aumento de la delincuencia infantil y juvenil en los Estados Unidos que bien se puede considerar como la punta de lanza de una tendencia mundial. En 1990 tuvo lugar el índice más elevado de arrestos juveniles relacionados con delitos violentos de las dos últimas décadas.

En este sentido, el número de arrestos juveniles por violación se duplicó y la proporción de adolescentes acusados de homicidio por arma de fuego se multiplicó por cuatro. En esas dos mismas décadas, la tasa de suicidios entre adolescentes se triplicó y lo mismo ocurrió con el número de niños menores de catorce años que fueron violentamente asesinados. Por otra parte, cada vez son más —y más jóvenes— las adolescentes que se quedan embarazadas. En los cinco años anteriores a 1993, el número de partos entre las muchachas de edad comprendida entre los diez y los catorce años aumentó de manera constante —un fenómeno que ha sido bautizado con el nombre de «las niñas que tienen niñas»—, al igual que la proporción de embarazos no deseados y las presiones de los compañeros para tener las primeras relaciones sexuales. Asimismo, en las tres últimas décadas también se ha triplicado la proporción de enfermedades venéreas entre adolescentes. Y, si estos datos resultan desalentadores, ¿qué diríamos entonces de las cifras que arrojan las estadísticas referidas a los jóvenes afroamericanos que viven en las ciudades, unas cifras que son dos, tres o incluso más veces superiores a las reseñadas? Por ejemplo, en 1990 el consumo de cocaína entre los jóvenes blancos se incrementó un 300% con respecto a las dos décadas anteriores, algo que, en el caso de los afroamericanos, se multiplicó por 13. Las enfermedades mentales constituyen la causa más común de incapacitación entre los adolescentes. Los síntomas de la depresión —mayor o menor— afectan a más de la tercera parte de la juventud y, en el caso de las muchachas, esta incidencia se duplica en la pubertad. Por otra parte, la frecuencia de los trastornos de la conducta alimentaria en las adolescentes también se ha disparado. Hay que decir también, por último, que, a menos que cambie la tendencia actual, las esperanzas de poder casarse y tener una vida estable y provechosa son cada vez menores. Como vimos en el capítulo 9, el porcentaje de divorcios propio de las décadas de los setenta y los ochenta era del 50%, pero la tendencia actual es que dos de cada tres parejas terminan divorciándose.
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Missatge  Panter 19/11/10, 03:00 am

EL MALESTAR EMOCIONAL

Estos datos alarmantes son el equivalente a aquel canario que los mineros llevaban consigo a los túneles y cuya muerte les advertía de la falta de oxígeno. Pero, más allá de las frías estadísticas, debemos abordar la difícil situación que atraviesan nuestros niños desde un nivel más sutil, teniendo en cuenta los problemas cotidianos antes de que lleguen a estallar abiertamente. Tal vez los datos más reveladores en este sentido nos los proporcione una investigación realizada a nivel nacional entre niños y adolescentes norteamericanos comprendidos entre los siete y los dieciséis años de edad, que comparó la situación emocional de éstos a mediados de la década de los setenta y a finales de la década de los ochenta, y demostró la existencia de un claro descenso en el grado de competencia emocional. Este estudio, que se basa en las valoraciones realizadas por los padres y los profesores, muestra un deterioro de la situación a este respecto. Y no se trata de que exista un solo problema sino que todos los indicadores apuntan en la misma inquietante dirección. Estos son, en términos generales, los ámbitos en los que ha habido un franco empeoramiento:

Marginación o problemas sociales: tendencia al aislamiento, a la reserva y al mal humor; falta de energía; insatisfacción y dependencia.

Ansiedad y depresión: soledad; excesivos miedos y preocupaciones; perfeccionismo; falta de afecto; nerviosismo, tristeza y depresión.

Problemas de atención o de razonamiento: incapacidad para prestar atención y permanecer quieto; ensoñaciones diurnas; impulsividad; exceso de nerviosismo que impide la concentración; bajo rendimiento académico; pensamientos obsesivos.

Delincuencia o agresividad: relaciones con personas problemáticas; uso de la mentira y el engaño; exceso de justificación; desconfianza; exigir la atención de los demás; desprecio por la propiedad ajena; desobediencia en casa y en la escuela; mostrarse testarudo y caprichoso; hablar demasiado; fastidiar a los demas y tener mal genio.

Ninguno de estos problemas, considerado aisladamente, es lo bastante poderoso como para llamar nuestra atención, pero tomados en conjunto constituyen el claro indicador de la existencia de cambios muy profundos, de un nuevo tipo de veneno que emponzoña a nuestra infancia y que afecta negativamente a su nivel de competencia emocional. Este desasosiego emocional parece ser el precio que han de pagar los jóvenes por la vida moderna. Por otra parte, aunque los norteamericanos suelen considerar que sus problemas son especialmente graves, las investigaciones realizadas en otros países replican o incluso superan estos resultados. Por ejemplo, en la década de los ochenta los maestros y los padres de Holanda, China y Alemania encontraron en sus chicos los mismos problemas que presentaban los niños americanos en 1976 y, en el caso de Australia, Francia o Thailandia, la situación era todavía peor. Por último, es muy posible que esta situación haya empeorado todavía más porque, en la actualidad, la espiral descendente de la competencia emocional parece haberse acelerado más en los Estados Unidos que en el resto de las naciones desarrolladas Y Ningún niño, ya sea rico o pobre, está libre de riesgo, porque esta problemática es universal y afecta a todos los grupos étnicos, raciales y sociales. Así pues, aunque los niños pobres manifiesten el peor índice de competencia emocional, su grado de deterioro en las últimas décadas no ha sido mayor que la de los niños de clase media o incluso que la de los niños ricos, ya que todos muestran, en definitiva, el mismo grado de deterioro. El número de niños que han recibido ayuda psicológica también se ha triplicado (aunque ésta tal vez sea una buena señal que señale la existencia de más recursos en este sentido) pero, al mismo tiempo, también se ha duplicado el número de niños que, a pesar de presentar serios problemas emocionales, no han recibido ningún tipo de ayuda (un 9% en 1976 frente a un 18% en 1989, un signo, en este caso, negativo).

Une Bronfenbrenner, conocida psicóloga evolutiva de la Universidad de Cornell que ha llevado a cabo un estudio comparativo a escala mundial sobre el bienestar infantil, afirma: «las presiones externas son tan grandes que, a falta de un buen sistema de apoyo, hasta las familias más unidas están empezando a fragmentarse. La incertidumbre, la fragilidad y la inestabilidad de la vida cotidiana familiar afectan a todos los segmentos de nuestra sociedad, incluyendo a las personas acomodadas y con un elevado nivel cultural. Lo que está en juego es nada menos que la próxima generación —especialmente los varones—, que durante su desarrollo son especialmente vulnerables ante las fuerzas disgregadoras y los devastadores efectos del divorcio, la pobreza y el desempleo. El estatus de las familias y los niños estadounidenses es más inquietante que nunca [...] Estamos privando a millones de niños de sus capacidades y de sus aptitudes morales».

continua...
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Missatge  Panter 20/11/10, 04:54 pm

Pero no se trata de un fenómeno exclusivamente norteamericano sino de una situación global, puesto que el mercado mundial busca abaratar los costes laborales y termina haciendo mella sobre la familia. La nuestra es una época en la que las familias se ven acosadas, en la que ambos padres deben trabajar muchas horas y se ven obligados a dejar a los niños abandonados a su propia suerte o, como mucho, al cuidado del televisor; una época en la que muchos niños crecen en condiciones de extrema pobreza; una época en la que cada vez hay más familias con un solo responsable; una época, en suma, en la que la atención cotidiana que reciben los más jóvenes raya en la negligencia. Todo esto supone, aun en el caso de que los padres alberguen las mejores intenciones, el menoscabo de los pequeños, innumerables y sustanciosos intercambios familiares que van cimentando el desarrollo de las facultades emocionales.

¿Qué podemos hacer, pues, si la familia ya no cumple adecuadamente con su función de preparar a los hijos para la vida?

Un análisis más detenido de los mecanismos que subyacen cada uno de estos problemas concretos nos ayudará a comprender la importancia de las habilidades sociales y emocionales, y arrojará luz sobre las medidas preventivas o correctivas más eficaces para encauzar a los niños en una dirección más adecuada.

EL CONTROL DE LA AGRESIVIDAD

El chico duro de mi escuela primaria se llamaba Jimmy, un niño que estaba en cuarto curso cuando yo todavía me hallaba en primero. Jimmy era capaz de robarte el dinero para el almuerzo, coger tu bicicleta o darte un golpe para llamar tu atención; era, en suma, el clásico gamberro que no necesitaba la menor provocación para enzarzarse en una pelea. Todos albergábamos una mezcla de odio y temor hacia Jimmy, tratábamos de mantenernos a distancia de él y, cuando se desplazaba por el patio del recreo, era como si una especie de guardaespaldas invisible mantuviera al resto de los niños alejados de su camino.

Es evidente que los niños como Jimmy tienen muchos problemas pero lo que no todo el mundo sabe es que una conducta tan agresiva constituye un claro predictor de un futuro igual de problemático. De hecho, cuando cumplió los dieciséis años Jimmy estaba en la cárcel condenado por atraco.

Hay muchos estudios que corroboran la persistencia de la agresividad infantil en chicos como Jimmy. Como ya hemos visto en otro lugar, los padres de los niños agresivos suelen alternar la indiferencia con los castigos duros y arbitrarios, una pauta que, comprensiblemente, fomenta la paranoia y la agresividad.

Pero no todos los niños agresivos son fanfarrones; algunos sólo son marginados sociales que reaccionan desproporcionadamente ante las bromas o ante lo que ellos interpretan como una ofensa o una injusticia. Todos, sin embargo, comparten el mismo error de percepción que les lleva a ver burlas donde no las hay, a imaginar que sus compañeros son más hostiles de lo que en realidad son, a tergiversar los actos más inocentes como si fueran verdaderas amenazas y a responder, con demasiada frecuencia, de manera agresiva, un comportamiento que no hace sino mantener a sus compañeros más alejados todavía. Los niños irascibles y solitarios son sumamente sensibles a las injusticias y, en consecuencia, suelen considerarse víctimas inocentes que nunca olvidan las múltiples ocasiones en que han sido reprendidos —injustamente, en su opinión— por sus maestros. Son niños, por último, que, cuando montan en cólera, creen que sólo disponen de una posible forma de reaccionar, repartir golpes a diestro y siniestro.

Una investigación en la que un niño agresivo y otro más pacífico tenían que contemplar juntos una serie de vídeos nos permite apreciar la incidencia de este sesgo perceptivo. En uno de los vídeos, a un nino se le caen los libros cuando otro tropieza con él, lo cual provoca las risas de un grupo cercano. El niño entonces, visiblemente enfadado, sale corriendo y trata de atrapar a alguno de los niños que se han burlado de él. La entrevista posterior reveló que, en aquel caso, los niños agresivos consideraban plenamente justificada una respuesta agresiva. Aun más elocuente si cabe es el hecho de que, en su valoración del grado de agresividad de los niños que aparecían discutiendo en el vídeo, los agresivos siempre consideraban que el golpeado era el más violento y justificaban plenamente el enfado del agresor. Esta peculiar valoración da cuenta del profundo sesgo perceptivo que aqueja a los niños desproporcionadamente agresivos, ya que suelen actuar basándose en creencias de supuesta hostilidad o amenaza, y prestan muy poca atención a lo que realmente está ocurriendo. El hecho es que, una vez asumida la existencia de una amenaza, se lanzan inmediatamente a la acción.
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Missatge  Panter 20/11/10, 05:02 pm



Por ejemplo, en el caso de que un chico agresivo esté jugando a las damas con otro y éste último mueva una pieza a destiempo, el primero interpretará el movimiento como una «trampa» deliberada sin detenerse a considerar si ha sido un simple error carente de toda mala intención. De este modo, el juicio del niño agresivo siempre presupone la culpabilidad y no la inocencia y, en consecuencia, su reacción automática subsiguiente suele ser violenta. Y esa percepción refleja de hostilidad se entremezcla con una respuesta igualmente automática porque, en lugar de decirle simplemente al otro niño que se ha equivocado, le acusara, le gritará o le pegará. Y, cuantas más respuestas de este tipo emita el niño, más automática será su agresividad y más estrecho el repertorio de posibles respuestas alternativas (como mostrarse mas amable o hacer una broma al respecto) de que dispondrá.

Estos niños son emocionalmente vulnerables y presentan un bajo umbral de tolerancia que les lleva a encontrar cada vez más motivos para sentirse ofendidos. Y el hecho es que, una vez se pone en marcha este mecanismo, pierden la capacidad de razonar, interpretan como hostiles los actos más inocentes y se refugian en su hábito inveterado de comenzar a propinar golpes. Este sesgo perceptivo hacia la hostilidad ya resulta evidente en los primeros años de la escuela. Aunque la mayor parte de las niñas y niños —especialmente estos últimos— sólo se muestran indisciplinados durante el período de la guardería y el primer curso de la escuela primaria, los niños más agresivos no logran aprender el mínimo autocontrol hasta después del segundo curso.

Mientras otros aprenden a negociar y pactar para dirimir las disputas que aparecen en el patio de recreo, los chicos indisciplinados siguen confiando en la fuerza bruta, una conducta que, sin embargo, tiene un elevado coste social, ya que, a las dos o tres horas de producirse el primer altercado, suelen caerles antipáticos a sus compañeros.

Las investigaciones que han seguido a este tipo de niños desde la enseñanza preescolar hasta la pubertad demuestran que más de la mitad de los alumnos que durante el primer curso se mostraban destructivos, incapaces de mantener una relación cordial con los demás, desobedientes con sus padres y tercos con sus maestros, comenzaron a delinquir a partir de los diez años de edad. Por supuesto, con ello no estamos diciendo que todos los niños agresivos estén condenados a caer en la delincuencia y la violencia, pero lo cierto es que son quienes más probabilidades tienen de llegar a cometer delitos violentos.

Como acabamos de señalar, la propensión al delito se manifiesta sorprendentemente pronto en la vida de estos niños. Un estudio realizado entre niños de unos cinco años de edad de una guardería de Montreal demostró que, quienes manifestaban un grado más elevado de agresividad e indisciplina, antes de haber cumplido los catorce años de edad revelaron un índice de delincuencia mucho más acusado, mostrando también una tendencia tres veces superior a la de los demás a golpear sin motivo alguno, a robar en una tienda, a utilizar algún tipo de armas, a romper o robar piezas de un automóvil y a emborracharse. Así pues, los niños difíciles y agresivos emprenden el camino que conduce a la violencia y a la delincuencia durante el primero y el segundo curso. No es infrecuente, por otra parte, que su escaso autocontrol les lleve también, desde los primeros años de escolarizacion, a ser malos estudiantes, estudiantes que suelen ser considerados por los demás —y que se ven a sí mismos— como «tontos», un juicio que se ve confirmado cuando se ven obligados a asistir a clases de repaso (y que, por cierto, no hacen todos los niños que manifiestan igual grado de «hiperactividad» o de dificultades de aprendizaje). Los niños que antes de ingresar en la escuela han sufrido en su hogar un estilo educativo «coercitivo», suelen ser más castigados por sus maestros, quienes se ven obligados a invertir mucho tiempo en su disciplina. La constante oposición a las normas de conducta del aula que estos niños manifiestan espontáneamente supone una pérdida preciosa de tiempo que podría aprovecharse mejor. Por lo general, el fracaso académico se hace evidente cuando los niños llegan tercer curso. Así pues, si bien estos niños presentan un CI más bajo que el de sus compañeros, la principal razón que impulsa su camino hacia la delincuencia hay que buscarla en su temperamento. De hecho, en los niños de diez años, la impulsividad resulta un predictor de la tendencia posterior hacia la delincuencia tres veces más adecuado que el CI Al llegar al cuarto y quinto curso, estos chicos —que por el momento sólo son considerados revoltosos o «difíciles»— son rechazados por sus compañeros, tienen serias dificultades para hacer amigos, tienen problemas de fracaso escolar y, sintiéndose faltos de toda amistad, gravitan en torno a otros marginados sociales. De este modo, entre el cuarto y noveno curso se aglutinan alrededor de algún grupo marginal y llevan una vida que desafía las normas, mostrando una tendencia cinco veces superior a la media a hacer novillos, beber alcohol y tomar drogas, una situación que alcanza su punto culminante durante el séptimo y octavo curso, un período en el que suelen ser seguidos, a su vez, por otros niños «rezagados», que se sienten atraídos por ellos. Estos rezagados suelen ser niños más pequeños, cuyas familias no se preocupan bastante de ellos y que vagabundean a su antojo por las calles durante el periodo de la educación primaria. En la época en que tendrían que pasar al instituto, la tendencia a la violencia que albergan los integrantes de estos grupos marginales suele llevarles a abandonar los estudios y a verse implicados en delitos menores, como hurtos en tiendas, robos y posesión de drogas. (En este punto es necesario señalar la existencia de una marcada diferencia entre los caminos seguidos por las niñas y los de los niños. Un seguimiento llevado a cabo entre las niñas «revoltosas» de cuarto curso —pequeñas que tenían constantes problemas con sus profesores, no respetaban las normas o eran impopulares entre sus compañeros— puso de manifiesto que el 40% de ellas ya había dado a luz un hijo antes de concluir el instituto, una media, por cierto, tres veces superior a la del resto de compañeras de su misma escuela. Dicho en otras palabras, las adolescentes antisociales no se vuelven violentas sino que se quedan embarazadas.)

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Missatge  Panter 24/11/10, 09:46 pm

No hay un único camino que conduzca a la delincuencia y a la violencia. En este sentido hay que tener en cuenta otros factores de riesgo, como el hecho de vivir en un barrio con un alto grado de delincuencia -en el que los niños se hallen expuestos a la invitación constante al delito y a la violencia—, crecer en una familia con un elevado grado de estrés o malvivir en condiciones de extrema pobreza. Ninguno de estos factores, por sí solo, es el causante inevitable de una vida entregada a la delincuencia. Así pues, a la vista de que todos estos factores externos tienen una importancia relativa similar, debemos concluir que las fuerzas psicológicas internas que mueven al niño indisciplinado desempeñan un papel determinante a la hora de aumentar las probabilidades de que emprenda el camino que conduce a la delincuencia. Como afirma Gerald Patterson, un psicólogo que ha seguido de cerca las trayectorias de cientos de niños hasta llegar a la juventud, «los actos antisociales de un niño de cinco años son el prototipo de los actos que cometerá un delincuente juvenil».

UNA ESCUELA PARA NIÑOS INDISCIPLINADOS

Las tendencias mentales que presentan los niños agresivos perduran hasta que terminan teniendo problemas de uno u otro tipo. Una investigación realizada sobre jóvenes convictos de delitos violentos y estudiantes de instituto especialmente agresivos demostró que ambos grupos comparten las mismas tendencias mentales. Son personas que, cuando tienen problemas con alguien, tienden automáticamente a considerarlo como un adversario y extraen conclusiones precipitadas sobre su hostilidad sin recabar más información ni buscar formas más pacíficas de dirimir sus diferencias. Tampoco suelen detenerse a considerar las posibles consecuencias negativas de un desenlace violento (generalmente una pelea). Para ellos, la violencia está plenamente justificada por creencias tales como «está bien pegarle a alguien que te cuaja», «si evitas las peleas todo el mundo pensará que eres un cobarde» o «no es tan grave darle un puñetazo a alguien». Pero una ayuda a tiempo podría transformar estas actitudes e interrumpir el camino del niño hacia la delincuencia. Existen varios programas experimentales que han conseguido que los niños agresivos aprendan a dominar sus tendencias antisociales antes de que terminen desembocando en problemas más serios. Uno de estos programas, diseñado en la Universidad de Duke, trabajó con un grupo de niños agresivos de la escuela primaria, proclives al enojo. Las sesiones de entrenamiento duraron cuarenta minutos y se dieron dos veces por semana durante un período de seis a doce semanas. Ese programa les enseñaba, por ejemplo, que eran parte de las señales que ellos interpretaban como hostiles eran, en realidad, neutrales e incluso amistosas. También debían aprender a adoptar la perspectiva de los otros niños para tratar de comprender lo que pensaban de ellos en los momentos en que perdían el control. El programa también incluía un adiestramiento directo en el dominio del enfado mediante una especie de psicodrama en el que debían representar escenas que reproducían situaciones que podían hacerles perder los estribos. Una de las habilidades clave que se les enseñaba para dominar el enfado consistía en prestar atención a sus propias sensaciones, haciéndoles tomar conciencia, por ejemplo, del rubor o de la tensión muscular —que acompañan al enfado— y considerarlas como una señal de alarma que les indica cuándo deben detenerse a considerar el siguiente paso que dar en lugar de comenzar a repartir golpes a diestro y siniestro.

En opinión de John Lochman, psicólogo de la Universidad de Duke que formaba parte del equipo que diseñó este programa: « Los niños hablan de las situaciones en que se han visto implicados recientemente, como, por ejemplo, haber sido empujados en el pasillo de entrada a la escuela, y exponen las posibles alternativas de que disponen para afrontar la situación en caso de que consideren que ha sido a propósito. Por ejemplo, un chico me dijo que se limitaba a mirar fijamente al muchacho que le había empujado, le decía que no volviera a repetirlo y seguía su camino. Aquello le situaba en una posición de cierto dominio en la que, al tiempo que mantenía elevada su autoestima, no tenía necesidad de iniciar ninguna pelea».
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Missatge  Panter 24/11/10, 09:49 pm




Aquí debemos subrayar un hecho importante, ya que la mayoría de los muchachos agresivos se sienten muy incómodos con la facilidad con que pierden los estribos, lo cual hace también que se muestren muy dispuestos a aprender a dominar esta situación. Es evidente que, en los momentos críticos, las respuestas calculadas, como seguir caminando o contar hasta diez hasta que se desvanezca el impulso a pelearse, no surgen de manera automática. Por esto, la representación de escenas imaginarias, como, por ejemplo, subir a un autobús en el que otros chicos se burlan de ellos, les ofrece la posibilidad de practicar respuestas alternativas amistosas que les permitan mantener su dignidad y evitar las reacciones tales como golpear, gritar o salir corriendo.

Tres años después de que los muchachos se hubieran sometido al entrenamiento, Lochman efectuó un estudio comparativo entre ellos y otros que presentaban un grado de agresividad similar pero que no se habían beneficiado de las sesiones de control del enfado y descubrió que, durante la adolescencia, los chicos que se habían sometido al programa se mostraban mucho más disciplinados en clase, albergaban sentimientos más positivos sobre sí mismos y estaban mucho menos predispuestos a beber alcohol y a tomar drogas. En resumen, pues, cuanto mayor habia sido el tiempo de adiestramiento en el programa, menor era el grado de agresividad que manifestaban en la adolescencia.

LA PREVENCIÓN DE LA DEPRESIÓN

Dana, de dieciséis años, parecía desenvolverse sin problemas pero, de pronto, dejó de poder relacionarse con las otras muchachas y, lo que era mucho peor, no sabía cómo conservar a y sus novios, aunque se acostara con ellos. Taciturna y constantemente fatigada, Dana perdió interés por la comida y por las diversiones. Decía que se sentía desesperanzada e impotente para hacer algo que le permitiera escapar de ese estado de ánimo y que incluso había llegado a pensar en el suicidio.

Esta caída en la depresión había sido causada por una reiente ruptura. Según decía, no sabía salir con un chico sin mantener relaciones sexuales con él —aunque no le gustara— y tampoco sabía cómo poner fin a una relación por más insatisfactoria que ésta fuera. Por otra parte, aunque se acostara con los chicos, lo único que deseaba era llegar a conocerlos mejor.

Dana acababa de cambiar de instituto y se sentía muy insegura acerca de su capacidad para entablar nuevas amistades. No obstante, se abstenía de iniciar una conversación y sólo respondía cuando alguien le dirigía la palabra. Se sentía incapaz de manifestar sus verdaderos sentimientos y ni siquiera sabía qué decir después del habitual «Hola, ¿qué tal?»

Dana emprendió entonces una terapia en un programa experimental para adolescentes deprimidos promovido por la Universidad de Columbia. El objetivo de este programa consistía en ayudar a los jóvenes a enfocar más adecuadamente sus relaciones, conservar las amistades, confiar en los demás, establecer límites sobre la proximidad sexual, desarrollar la capacidad de tener amigos íntimos y expresar los propios sentimientos; una clase de capacitación, en suma, de las habilidades emocionales fundamentales que, en el caso de Dana, resultó tan sumamente eficaz que su depresión terminó desapareciendo.

Los problemas de relación —tanto con los padres como con los compañeros— constituyen el detonante más frecuente de la depresión entre los adolescentes. Los niños y los adolescentes deprimidos se muestran remisos o incapaces de hablar de su depresión, no suelen ser muy diestros para etiquetar adecuadamente sus sentimientos y tienden a ser irritables, impacientes, caprichosos y malhumorados, especialmente con sus padres, lo cual constituye una dificultad añadida a la hora de que éstos les brinden la guía y el soporte emocional que el niño deprimido tanto necesita, iniciando así un círculo vicioso que suele originar toda clase de disputas.

Una observación minuciosa de las causas de la depresión juvenil señala la presencia de serias deficiencias en dos competencias emocionales fundamentales: la capacidad de relacionarse y la forma de interpretar los reveses y contratiempos de la vida.

Aunque la tendencia a la depresión tenga un origen parcialmente genético, su causa principal parece radicar en los hábitos mentales pesimistas —aunque reversibles— que predisponen a los niños a reaccionar ante los pequeños contratiempos de la vida —las malas notas, las discusiones con los padres o el rechazo social— sumiéndose en la depresión. Y existen indicios que nos sugieren que la predisposición a la depresión —cualquiera sea su causa— está extendiéndose a gran velocidad entre los jóvenes.

EL PRECIO DE LA MODERNIDAD: EL AUMENTO DE LA DEPRESIÓN

Del mismo modo que el siglo XX ha estado caracterizado por ser la Era de la Ansiedad, los años que jalonan el final de este milenio parecen anunciar el advenimiento de una Era de la Melancolía. Todos los datos parecen hablarnos de una epidemia de depresión a escala mundial, una epidemia que corre pareja a la expansión del estilo de vida del mundo moderno. Desde los comienzos de este siglo, cada nueva generación se ha visto más expuesta que la precedente a sufrir depresión, y no nos referimos sólo a la melancolía sino a la insensibilidad, el abatimiento, la autocompasión y la desesperación. Y no sólo esto, sino que los episodios depresivos se inician a una edad cada vez más temprana. De este modo, la depresión infantil —desconocida o, cuanto menos, no reconocida en el pasado— está emergiendo como un decorado cada vez más frecuente en el escenario del mundo actual.

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Missatge  Panter 27/11/10, 07:01 pm

Aunque las probabilidades de padecer una depresión se incrementan con la edad, en la actualidad el aumento más alarmante se produce entre los individuos más jóvenes. La probabilidad de que una persona nacida después de 1955 sufra una depresión mayor a lo largo de la vida es —en un buen número de países— tres veces, al menos, superior a la de sus abuelos. El porcentaje de personas aquejadas de depresión en algún momento de su vida entre los norteamericanos nacidos antes de 1905, era sólo de un 1% pero, después de 1955, la proporción de personas deprimidas antes de haber cumplido los veinticuatro años ha aumentado hasta el 6%. Por su parte, la probabilidad de que los nacidos entre 1945 y 1954 experimenten una depresión antes de llegar a los treinta y cuatro años es diez veces superior a las de las personas nacidas entre 1905 y 1914. De este modo, a medida que ha ido transcurriendo el siglo, la irrupción del primer episodio de depresion tiende a ocurrir a una edad cada vez más temprana.

Un estudio de alcance mundial efectuado sobre más de treinta y nueve mil personas mostró la misma tendencia en países como Puerto Rico, Canadá, Italia, Alemania, Francia, Taiwan, Líbano y Nueva Zelanda. En el caso de Beirut, por ejemplo, el aumento de la proporción de depresiones corría pareja a la marcha de los acontecimientos políticos, de tal manera que la tendencia se disparaba en determinados momentos de la guerra civil.En el caso de Alemania, el promedio de depresión era de un 4,4% para las personas nacidas antes de 1914, mientras que el porcentaje de depresiones de los nacidos en la década anterior a 1944 era, a la edad de treinta y cuatro años, de un 14%. De este modo, las generaciones que han crecido durante períodos de turbulencia política presentan proporciones mayores de depresión, aunque la tendencia general ascendente, dicho sea de paso, parece ser independiente de las circunstancias políticas.

El descenso de la edad en que suele aparecer el primer brote de depresión también parece mostrar una tendencia uniforme a nivel mundial. Veamos ahora las razones que adujeron algunos especialistas para tratar de explicar esta situación.

Según el doctor Frederick Goodwin, director del Instituto Nacional de Salud Mental: «durante este tiempo, el núcleo familiar ha experimentado una tremenda erosión, el número de divorcios se ha duplicado, los padres dedican menos tiempo a sus hijos y se ha producido un aumento de inestabilidad laboral. En la actualidad resulta prácticamente imposible crecer manteniendo estrechos lazos con todos los miembros de la familia extensa. En mi opinión, la pérdida de una fuente sólida de identificación es la principal causa del aumento de la depresión».

, director del departamento de psie Medicina de la Universidad de Pittsla hipótesis: «con la expansión de la inolugar después de la II Guerra Mundial que han podido seguir creciendo en un proporción que ha propiciado el crecimiento de la adres hacia las necesidades del desarrollo de e esto no pueda considerarse como una causa directa de la depresión, lo cierto es que predispone a cierta vulnerabilidad. El estrés emocional precoz puede afectar al desarrollo neurológico y abocar, incluso décadas después, a la depresión cuando uno se halle sometido a nuevas condiciones de tensión».

En opinión de Martin Seligman, psicólogo de la Universidad de Pennsylvania: «durante los últimos treinta o cuarenta años hemos asistido a un ascenso del individualismo y a un declive paralelo de las creencias religiosas y del sostén proporcionado por la comunidad y por la familia, todo lo cual supone la pérdida de una serie de recursos útiles para amortiguar los reveses y fracasos de la vida. En la medida en que uno considere el fracaso como una situación permanente y lo magnifique hasta llegar a imbuir todas las facetas de la propia vida, se hallará predispuesto a dejar que un revés momentáneo se convierta en una fuente duradera de impotencia y desesperación. Pero, si uno cuenta con una perspectiva más amplia —como la creencia en Dios o en la vida después de la muerte— y, por ejemplo, pierde su trabajo, el fracaso quedará circunscrito a una situación provisional.».

Pero, sea cual fuere su causa, la depresión infantil y juvenil constituye un problema verdaderamente acuciante. Las estimaciones realizadas en los Estados Unidos varían considerablemente en lo que respecta al porcentaje de niños y adolescentes aquejados de depresión en un año concreto, en contraste con la vulnerabilidad mostrada a lo largo de toda la vida. Ciertos estudios epidemiológicos que utilizan criterios muy estrictos -como los empleados para establecer el diagnóstico médico de los síntomas de la depresión— han descubierto que la incidencia anual de la depresión mayor en las niñas y niños de edades comprendidas entre los diez y los trece años, es del orden de un 8 o un 9%, aunque existen otros estudios que hacen descender este porcentaje a la mitad (e incluso otros que la reducen a un 2%). En lo que se refiere a la adolescencia, algunos datos sugieren que este promedio casi podría duplicarse, ya que más del 16% de las chicas de entre catorce y dieciséis años han sufrido un brote depresivo mientras que el promedio, en el caso de los chicos, sigue siendo el mismo.
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Missatge  Panter 27/11/10, 07:03 pm

LA DEPRESION INFANTIL

Pero el descubrimiento de que los brotes benignos de depresion infantil auguran episodios más severos durante la vida posterior no sólo demuestra la necesidad de tratar la depresión infantil sino también de prevenirla. Este hallazgo contradice la antigua opinión de que la depresión infantil carece de importancia a largo plazo porque los niños «se desprenden naturalmente de ella» a lo largo de su proceso de crecimiento. Es evidente que todos los niños se entristecen alguna que otra vez y que, al igual que ocurre en la madurez, la niñez y la adolescencia son épocas de decepciones ocasionales y pérdidas más o menos importantes que van acompañadas del correspondiente pesar. Pero la necesidad de prevención de la que estamos hablando no se refiere tanto a esas ocasiones como a aquellos otros estados de melancolía mucho más graves en los que la espiral del abatimiento hunde lentamente a los niños en la pesadumbre, la desesperación, la irritabilidad y el repliegue en sí mismos.

Según los datos recogidos por Maria Kovacs, psicóloga del Western Psychiatric Institute and Clinie de Pittsburgh, tres cuartas partes de los niños que se vieron obligados a recibir tratamiento a causa de una depresión grave, después sufrieron recaídas. La investigación realizada por Kovacs se inició cuando los niños diagnosticados de depresión contaban ocho años de edad y prosiguió con un seguimiento periódico que, en algunos casos, se prolongó hasta los veinticuatro.

La duración promedio de los episodios depresivos infantiles fue de unos once meses, aunque uno de cada seis persistía hasta los dieciocho. Por su parte, la depresión moderada que, en algunos niños, aparecía a los cinco años de edad, era menos incapacitante pero tendía a ser más duradera (una media de cuatro años).

Kovacs también descubrió que los niños que sufrían una depresión menor eran proclives a que ésta se agravara y desembocara en una depresión mayor (la denominada doble depresión). Y quienes desarrollaban una doble depresión mostraban, por su parte, una mayor tendencia a sufrir episodios recurrentes en años posteriores. Al llegar a la adolescencia y al comienzo de la edad adulta, los niños que habían pasado por algún episodio depresivo sufrían, por término medio, depresiones o trastornos maníaco—depresivos uno de cada tres años.

Pero el precio que tienen que pagar estos niños va más allá del sufrimiento causado por la depresión. En opinión de Kovac: «los muchachos aprenden el ejercicio de las habilidades sociales en las relaciones que establecen con sus compañeros. Si uno, por ejemplo, desea algo de lo que carece, ve cómo otros niños resuelven esta situación y luego trata de conseguirlo por sí mismo. Pero los niños deprimidos suelen terminar engrosando las filas de los marginados, de los niños con los que nadie quiere jugar». La suspicacia y la tristeza que sienten estos niños les hace rehuir los contactos sociales o mirar hacia otro lado cuando alguien trata de establecer contacto con ellos, un signo que suele interpretarse como rechazo. El resultado final es que los niños deprimidos terminan siendo ignorados o rechazados. Este tipo de carencia en su bagaje interpersonal les impide sacar partido del aprendizaje natural que se produce en medio de la bulliciosa actividad del patio de recreo y así suelen acabar arrastrando un lastre emocional y social del que deberán desprenderse cuando salgan de la depresión. En suma, el hecho es que los niños deprimidos son más ineptos socialmente, tienen menos amigos, son menos elegidos como compañeros de juego, suelen caer menos simpáticos y, en consecuencia, tienen más problemas de relación.

Otro precio que deben pagar estos niños por su depresión es el pobre rendimiento escolar. La depresión dificulta la memoria y la concentración, impidiéndoles prestar atención y asimilar lo que se les enseña. Un niño que no siente ilusión por nada encontrará prácticamente imposible acopiar la energía suficiente para que las lecciones del profesor le estimulen de algún modo (por no mencionar la incapacidad de experimentar el estado de «flujo», del que hablábamos en el capítulo 6). Según el estudio de Kovac, pues, los niños cuyos episodios depresivos son más prolongados obtienen peores calificaciones y suelen ir atrasados en sus estudios. En realidad, parece existir una relación directa entre el período de tiempo que un niño permanece deprimido y su rendimiento escolar, con una caída en picado durante el transcurso del episodio depresivo. Por su parte, este pobre rendimiento académico no hace sino complicar la depresión porque, como afirma Kovac: «no es difícil comprender lo que ocurre cuando uno comienza a sentirse deprimido y le suspenden, teniendo que quedarse en casa a estudiar y sin poder salir a jugar con los demás».

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Missatge  Panter 02/12/10, 03:30 am

LAS PAUTAS DEL PENSAMIENTO DEPRESOGENO

Al igual que ocurre con los adultos, las interpretaciones pesimistas de los contratiempos de la vida parecen alimentar la desesperanza y la impotencia que yacen en el núcleo de la depresión infantil. Hace mucho tiempo que se sabe que las personas que ya están deprimidas albergan este tipo de pensamientos, lo que resulta sorprendente es que los niños propensos a la melancolía tienden a albergar esta visión pesimista antes de caer en la depresión, una circunstancia que abre la posibilidad de inocularles algún tipo de vacuna contra la depresión antes de que ésta se apodere de ellos.

Los estudios sobre las creencias que sustentan los niños acerca de las posibilidades que tienen de controlar lo que les sucede o de su capacidad para transformar positivamente sus vidas nos brindan una prueba evidente en este sentido. Esto es algo que podemos constatar en las valoraciones que hacen los niños sobre sí mismos en frases tales como «no tengo dificultades para resolver los problemas cuando éstos se presentan» o «si me esfuerzo soy capaz de sacar buenas notas». Los niños que son incapaces de pensar de esta manera sienten que no pueden hacer nada para cambiar las cosas, lo cual genera una sensación de impotencia que es más acusada en el caso de los niños más deprimidos. En un determinado estudio se sometió a observación a varios alumnos de quinto y sexto curso pocos días después de recibir sus hojas de calificaciones que, como todos recordaremos, suelen ser una de las principales fuentes de alegría o de desesperación durante la infancia. Los investigadores descubrieron una marcada diferencia en la forma en que cada niño se reafirma cuando recibe una calificación peor de la esperada. En este sentido, los niños que consideran que sus malas notas son el resultado de algún tipo de deficiencia personal («soy estúpido») se sienten más deprimidos que aquéllos otros que encuentran una explicación que deja abierta la posibilidad de hacer algo para transformar las cosas («si me esfuerzo más podré sacar mejores notas en matemáticas»). Los investigadores estudiaron también a un grupo de alumnos de tercero, cuarto y quinto curso que eran objeto del rechazo de sus compañeros y efectuaron un seguimiento de aquéllos que seguían siendo marginados al año siguiente, descubriendo que un factor decisivo en la génesis de la depresión era el modo en que estos niños se explicaban a sí mismos el rechazo del que eran objeto. Quienes consideraban que el rechazo se debía a alguna especie de defecto personal eran más proclives a la depresión, mientras que los niños más optimistas, los que sentían que podían hacer algo para mejorar la situación, no se sentían especialmente deprimidos a pesar del rechazo constante de que eran objeto. Otro estudio demostró que los niños que tenían una actitud pesimista cuando estaban a punto de efectuar la difícil transición al séptimo curso, eran más proclives a la depresión cuando debían enfrentarse al nuevo nivel de exigencias de la escuela o del hogar. Pero la prueba más palpable de que la actitud pesimista predispone a la depresión nos la proporciona un seguimiento de cinco años de duración iniciado cuando los niños estaban en tercer curso. El predictor más decisivo de la depresión entre los niños más pequeños resultó ser una actitud pesimista ante la vida en conjunción con un acontecimiento traumático importante, como, por ejemplo el divorcio de los padres o el fallecimiento de un familiar (situaciones, en suma, que no sólo conmueven y angustian al niño, sino que también suelen privarle del apoyo y el consuelo de sus padres). No obstante, a lo largo de la escuela primaria tiene lugar un cambio significativo en su forma de interpretar las causas de los acontecimientos positivos y negativos que les toca vivir, achacándolos, cada vez más, a sus propios rasgos personales («saco buenas notas porque soy listo» o «no tengo muchos amigos porque no soy divertido»). Este cambio parece tener lugar entre el tercer y quinto curso y. cuando ocurre, quienes sustentan una actitud pesimista —y atribuyen la causa de los infortunios a un defecto intrínseco— comienzan a ser presa de estados de ánimo depresivos. Y lo que es más importante todavía, la misma depresión contribuye a reforzar las pautas de pensamiento pesimistas, de modo que, aun cuando la depresión desaparezca, el niño queda marcado con una especie de cicatriz emocional, un conjunto de creencias alimentadas por la depresión y consolidadas por su pensamiento (que no es buen estudiante o que es antipático) que le impiden escapar de su sombrío estado de ánimo. Estas ideas fijas hacen que el niño sea más vulnerable a caer nuevamente en la depresión.

LA FORMA DE ACABAR CON LA DEPRESION

Pero existen fundadas esperanzas de que es posible enseñar a los niños formas más eficaces de afrontar los problemas y disminuir así el riesgo de la depresión infantil. En un estudio llevado a cabo en un instituto de Oregón, uno de cada cuatro estudiantes mostraba lo que los psicólogos denominan una «depresión moderada», una depresión que, aunque no reviste la suficiente gravedad como para afirmar que excede el grado de insatisfacción natural, bien podría constituir la antesala de una depresión auténtica.

Setenta y cinco estudiantes aquejados de esta depresión moderada aprendieron, en una clase especial fuera del horario habitual lectivo, a modificar las pautas de pensamiento generalmente

A diferencia de lo que ocurre con los adultos, la medicación no parece ofrecer una alternativa para el tratamiento de la depresión infantil que pueda sustituir a la terapia o a la educación preventiva. La investigación ha demostrado que, en el caso de los niños, los antidepresivos tricíclicos —que tanto éxito han tenido en el tratamiento de los adultos— no son mejores que la administración de un placeho, efecto de las nuevas medicaciones antidepresivas, como por ejemplo el Prozac, todavía no ha sido estudiado en los niños.
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Missatge  Panter 02/12/10, 03:33 am

Por su parte, la desipramina, uno de los tricíclicos más utilizados (y más seguros) para el tratamiento de los adultos, está siendo actualmente ohjeto de estudio por parte del FDA Feod and Drues Administration, como una posible causa de mortatidad infantil, asociadas a ese estado, a hacer amigos, a relacionarse mejor con sus padres y a comprometerse en aquellas actividades sociales que les resultaban más atractivas. El 55% de los participantes en el programa, de ocho semanas de duración, logró recuperarse de su depresión, algo que sólo consiguió el 25% de los estudiantes deprimidos que no se habían beneficiado del programa. Un año más tarde, el 25% de los componentes del grupo de control había caído en una depresión mayor frente al 14% de los alumnos que habían participado en el programa de prevención. Así pues, aunque el programa sólo durase ocho sesiones, redujo a la mitad el riesgo de contraer una depresión. El mismo tipo de conclusiones esperanzadoras nos ofrece un programa especial de frecuencia semanal dirigido a niños de edades comprendidas entre los diez y los trece años que tenían frecuentes disputas con sus padres y que también presentaban síntomas de depresión. Durante estas sesiones extraescolares los niños aprendían ciertas habilidades emocionales básicas, como hacer frente a los problemas, pensar antes de actuar y, tal vez lo mas importante, revisar y modificar las creencias pesimistas ligadas a la depresión (como, por ejemplo, tomar la firme resolución de esforzarse más en el estudio después de haber obtenido malos resultados en un examen, en vez de pensar «no soy lo suficientemente listo»).

En opinión del psicólogo Martin Seligman, uno de los creadores de este programa de doce semanas de duración: «en estas clases los niños aprenden que es posible hacer frente a estados de ánimo como la ansiedad, el abatimiento o el enfado, y que la transformación de nuestros pensamientos nos permite, en cierto modo, transformar también nuestros sentimientos». Según Seligman, el hecho de hacer frente a los pensamientos depresivos disipa las tinieblas del estado de ánimo negativo y «sólo depende del esfuerzo sostenido momento a momento el que esto termine convirtiéndose en un hábito».

Estas sesiones especiales también redujeron a la mitad la frecuencia de las depresiones después de dos años de haber concluido el programa. Al cabo de un año, sólo el 8% de los participantes arrojaron unos resultados en un test sobre depresión que los situaba en un nivel entre moderado y grave, (frente al 29% de los niños pertenecientes al grupo de control), mientras que, dos años después, el 20% de los muchachos que habían seguido el curso mostraban algunos síntomas de depresión moderada (en comparación con el 44% del grupo de control).

El aprendizaje de estas habilidades emocionales puede resultar especialmente útil en plena adolescencia. Como observa Seligman: «estos chicos suelen estar mejor preparados para afrontar la ansiedad normal que experimenta el adolescente frente al rechazo, y parecen haber aprendido esta habilidad en un período especial mente crítico para la depresión que tiene lugar alrededor de los diez años de edad. Después de aprendida, esta lección parece persistir e incluso fortalecerse en el curso de los años posteriores, sugiriendo claramente su aplicabilidad a la vida cotidiana».

Los especialistas en la depresión infantil se muestran sumamente esperanzados con la aparición de estos nuevos programas.

Según me comentaba Kovac: «si queremos intervenir eficazmente en problemas psiquiátricos tales como la depresión, tenemos que hacer algo antes de que los niños enfermen. La única solucion parece pasar por algún tipo de vacuna psicológica».

LOS TRASTORNOS ALIMENTICIOS

En una epoca en la que estudiaba psicología clínica a finales de los sesenta, conocí a dos mujeres que sufrían trastornos de la conducta alimentaria, aunque sólo me di cuenta de ello varios años después. Una de ellas, una brillante licenciada en matemáticas por Harvard, era amiga mía desde mis días de estudiante universitario, la otra era bibliotecaria del MIT (Massachusetts Institute ol Technology) Mi amiga matemática se hallaba esqueléticamente delgada pero no podía comer porque, según decía, «la comida le repugnaba»; en cambio, la bibliotecaria era gruesa y solía atiborarse de helados, pastel de zanahoria y todo tipo de dulces aunque después —como me confesó avergonzada en cierta ocasión— solía ir al servicio a provocarse el vómito.

Hoy en día, a la primera de ellas le diagnosticaría una anorexia y a la otra una bulimia, pero, en aquellos años, los clínicos sólo estaban empezando a hablar de estos problemas y ni siquiera existían estas etiquetas. Hilda Bruch, una pionera de este movimiento, publicó su primer artículo sobre los trastornos de la conducta alimentaria en 1969. Bruch, que se hallaba desconcertada por los casos de mujeres cuya dieta las llevaba al borde de la muerte, propuso que una de las causas de este problema radica en la incapacidad de estas mujeres para identificar y responder adecuadamente a sus demandas corporales y especialmente, por supuesto, a la sensación de hambre. Desde entonces, la literatura clínica sobre los trastornos de la conducta alimentaria ha proliferado como las setas y ha aparecido multitud de teorías que tratan de explicar sus posibles causas. Estas causas van desde las chicas que se quieren mantener eternamente jóvenes y se sienten obligadas a luchar infatigablemente para lograr un modelo inalcanzable de belleza femenina, hasta las madres posesivas que terminan enredando a sus hijas en una trama autoritaria de culpabilidad y verguenza.
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